-¡¡No me jodas, Martín!! ¿Desde cuándo estás así, libre de grilletes como si no fueses chusma?

– SSHH. ¡Chitón! Desde ahora mismo, igual que tú. He conseguido forzar los grilletes gracias a una herramienta que el griego que en paz descanse que tiramos por la borda ayer, tieso como un palo, me confió con gran secreto. En pleno delirio de fiebres tercianas me lo dio como si se tratara de una reliquia. El desdichado la escondía con la esperanza de usarlo algún día en su huida. Por el momento haz como si nada pasara y siguieras unido a las cadenas. Si Dios quiere cumpliré mi promesa de llevarte a Peñaranda hecho un hombre, sano y salvo. Ya está bien de guerrear sin ver soldada, lejos de España, muertos de frío o calor, heridos a espada y arcabuz, cautivos, pudiendo ser vendidos como ganado y finalmente remando a golpe de látigo para estos moros hideputas.

– ¡Si el cómitre se da cuenta, no vamos a tener pellejo en la espalda suficiente para su látigo!

-Disimula y boga hasta que llegue el momento.

– ¿El momento de qué, Martín? Va para dos años que estamos encadenados en esta fusta apestosa y todos los días son iguales. ¿Acaso piensas salir de aquí caminando sobre las aguas como nuestro Señor Jesucristo?

-Mira, Félix, desde hace días se prepara algo muy gordo en este golfo. Nos han dado más comida y bebida en la última semana que en todo un mes de travesía. Nos quieren fuertes para el combate y esta vez no se trata de dar caza y birlarles la mercancía a unos presumidos venecianos. Esta concentración de barcos es un órdago a la grande. Tras la pasaboga, en plena confusión, será el momento apropiado. O eso, o a dar de comer a los peces…

-Cuando empiece la Zarabanda, pégate a mi espalda y que se te vea colgada al cuello esta cruz que he hecho con unas astillas. Mientras estés peleando reza a grandes voces para que te reconozcan como cristiano. Si algo sale mal, al menos nos presentaremos ante San Pedro como buenos españoles y mejores cristianos con los deberes hechos. No mires atrás hasta que estemos en suelo cristiano. Te juro que estas Pascuas estarás comiéndote unas sopas de ajo de esas tan ricas de las que hace madre y después iremos a beber clarete donde Fachenda y a escuchar vihuelas y bailar seguidillas con las mozas el jueves de mercado. Duerme y guarda fuerzas hasta mañana.

   Con las primeras luces del alba la brisa se llena del inconfundible olor que precede a la batalla, el que desprenden las mechas encendidas, el sudor de tantos hombres seco por el miedo, el de la brea de tanta nave…. El acompasado golpeteo de los gallardetes al viento ha quedado silenciado por el duelo entre los tambores y chirimías de los jenízaros y la banda de sacabuches de las galeras capitanas cristianas, lejanas en un principio, y luego casi atronadoras. Dos magníficas escuadras están frente a frente, como dos espinazos en medio de la mar a la espera de un choque inevitable. La nave capitana cristiana, en el centro de la formación luce como un retablo al sol, La Santa Cruz y la Virgen del Rosario parecen querer echarse encima de aquella media luna que se ha paseado insolente por estos mares en los últimos años.

   El ritmo de la remada sube a base de chifle, grito y látigo. Nuestra fuerza catapultará a estos infieles contra naves cristianas, tratando de clavar los espolones en las cuadernas para herirlas en sus entrañas. Llegamos a la pasaboga, la máxima velocidad antes del feroz choque, pero antes, cañones pedreros, falconetes, culebrinas y las primeras descargas de arcabuz baten las cubiertas haciendo volar las astillas en todas direcciones… Los bancos empiezan a teñirse de sangre.

-¡¡Ahora Félix!! ¡¡No nos separemos!!

   Martín Jiménez de Peñaranda, cristiano viejo, soldado del Tercio de Nápoles de su Católica Majestad Felipe II y hasta hoy cautivo del moro, establece en torno a sí un círculo de muerte en el que acuchilla, cercena y degüella mientras avanza hacia la corulla de una galera española gritando ¡Santiago! Y no le quita ojo a su hermano Félix, que remata todo lo que va dejando con vida tras de él. ¡Pater Noster!, ¡adveniam regnum tuum! ¡nunc et in hora mortis nostrae! Ya no hay agua ni oleaje. Los barcos han quedado unidos por garfios y restos de arboladura destrozada. Se combate como en tierra, y allí los cristianos hacen valer su experiencia. La mar es un lebrillo de matanza donde los restos de los combatientes flotan por todas partes.

   Los dos cristianos vociferantes no pasan desapercibidos en su suicida maniobra a contracorriente. Los arcabuceros evitan como pueden hacerles blanco de sus disparos hasta que llegan a poner pie en la galera. Es el momento del contraataque cristiano: ¡Santiago! ¡Cierra, Cierra! Un empuje irrefrenable barre la cubierta de la pequeña galera turca como un huracán de guerra. Otra nave enemiga se acerca en socorro de esta y embiste a la galera española. La entena y el trapo caen sobre la cubierta golpeando a algunos soldados. El humo lo envuelve todo y luego la oscuridad…

-¡¡Félix, Félix!! ¡no!

– ¡Tranquilo hermano! Estamos a salvo. Una buena pitera en tu cabeza y un tajo de alfanje en mi muslo. Nada de gravedad. La victoria ha sido completa tras cinco horas de combate y estamos siendo trasladados en chalupa a uno de los navíos de socorro a retaguardia. Miguel, bisoño que nos acompaña ha sido herido de arcabuz en su mano izquierda después de batirse con fiereza y honor.

   La pequeña embarcación pasa junto a la Galera Real, convertida en un acerico, desarbolada, asolada por los incendios y acribillada por la artillería enemiga. Sus tres maravillosos fanales la hacen reconocible.  Sobre la carroza, la figura imponente de Don Juan de Austria se recorta sobre un relieve de Jasón y los argonautas. Al percatarse del paso de la barquilla les dedica un saludo de agradecimiento. Los tres heridos devuelven como pueden la reverencia incrédulos y orgullosos. El joven mancado, con dificultad, se incorpora y de sus labios se escapan unas palabras:

– “Es la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros”.

[Imagen de portada: Batalla de Lepanto. De Andrea Vicentino. Palacio Ducal de Venecia. 1603]

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