Ramón de la Morena sintió que su labio sangraba de forma inesperada. Sacó el espejo que guardaba en uno de sus bolsillos: no era más que un pedazo de cristal, afilado y puntiagudo, que apenas ocupaba la palma de su mano. Buscó un instante en que el sol no pareciera tan oscuro y en el que el viento costero no golpeara con fuerza. Se aproximó el espejo a su cara y lo movió lentamente de forma que con un ojo abierto (el bueno, el que no lloraba y todavía le permitía distinguir el color de un estandarte en el horizonte) y el otro cerrado, pudiera recorrer cada punto de su rostro. El reflejo no mentía. Ya no era el chico que marchó de su hogar acompañando a su señor Don Adolfo Montecardo. No olvidaba aquellos últimos besos de su madre, y aquel solemne pero frío adiós de un padre que jamás le reconocería públicamente como hijo suyo.

El dolor de la guerra le había dejado una piel que sería sucia y ajada hasta el fin de sus días. Ramón era conocido como “el mochilero de la pluma blanca”, por un mechón natural de pelo canoso que tenía en la coronilla y que contrastaba frente a una mata de cabello azabache despeinada. Entre el gentío de aquel campamento había muchos que soñaban con ser algún día algo más que fieles mozos: dispuestos a morir, pensaban, mejor sería hacerlo en nombre del rey, con una espada en la mano, y no sorprendidos por la fuerza de una pelota mientras sofocas la sed del soldado de turno.

Casi tres años de asedio contaban los rumores, pues ya habían perdido la cuenta del tiempo que llevaban en aquel rincón de ese inhóspito mundo.  Los días en el campamento eran largos y soporíferos. Uno podía pararse sentado en uno de los cruces de caminos del campamento y distinguir más de dos mil pies yendo y viniendo; cargando, en el mejor de los casos, comida y, en el peor, a un soldado ahogado en el canal. Jugar a los dados, practicar con la espada, sacar brillo a una armadura o afilar una daga.  Así se pasaban las tediosas horas de la jornada de ese infinito mes de julio. Por suerte, nunca faltaba la compañía de un camarada y el sorbo del vino de alguna bota de buen cuero español. Sin embargo, la compañía era siempre masculina, pues a un mozo solo le quedaba el consuelo de mirar de reojo a las señoritas que acompañaban a los soldados más afamados en sus aventuras bélicas.

La villa amurallada, mal pronunciada por su amigo Federico “el sevillano” (uno de los mozos con los que Ramón compartía tienda), como “Oztende”, se resistía al tercio. Su posición, abierta al mar, hacía que el asedio no fuera lo suficientemente dañino como para terminar de minar la moral del flamenco o del inglés que le acompañaba. Algunos de los más veteranos pensaban que lo mejor era retirar las tropas y concentrar las energías en otras empresas. Ramón opinaba igual. Echaba de menos el tacto de la tierra seca, la sombra de la higuera o el calor que da la encina quemada en la lumbre. Pues aquella España, de la que ya solo tenía fugaces recuerdos, era grande en sí misma y no necesitaba de más mar que el Mediterráneo.

Ramón había batallado junto a la misma unidad del tercio desde que abandonó la Península. Niewport, Turhout o Breda eran alguno de los nombres que, sin saber apenas pronunciar, no olvidaría nunca. Después de un cruento cuerpo a cuerpo frente a los holandeses, su misión solía ser la de rapiñar todo aquello que encontrase. Corría por el campo de batalla, hurgando en las armaduras y en las dentaduras de los caídos. Tarea que no era fácil, ya que tenía que esquivar las extremidades putrefactas de amigos y enemigos, sortear los aceros abandonados o pisar charcos donde el agua se teñía de una tinta roja difícil de eliminar. Todo ello sin descuidar las armas de fuego perdidas en batalla que, por pura necesidad de Dios de no dar nunca fin a la guerra, en más de una ocasión, se disparaban solas desde el suelo sin que ningún alma apretase el gatillo.

Un grupo de soldados cruzó por su lado a paso firme. Cargaban armas de asta y, enhiesta en lo alto de una de una de ellas, hondeaba blanca y resplandeciente con sus aspas rojas, la bandera. Una voz le habló por la espalda.

—Nos vamos — dijo Don Adolfo, que oteaba al horizonte, dirección a la villa.

—¿Qué ocurre, mi señor?

—Es ahora o nunca.

Don Adolfo, maestre de campo, era un soldado curtido y bravo cuando lo conoció por vez primera. De aquel hombre ya solo quedaban prácticamente los huesos y esas ampollas monstruosas que tenía en la garganta que apenas le dejaban pronunciar palabra. Contaba con dos cicatrices grandes que le cruzaban desde el lóbulo de cada una de las orejas hasta casi rozar la comisura de sus labios. Las había bautizado a cada una como “Geule” y “Old Haven”, haciendo honor a los dos canales principales de la villa a la que ahora, una vez más, se disponía a dar derrota.

Ramón se incorporó y se acercó a su señor de inmediato. Este permaneció quieto, apoyando su codo sobre el soporte de horquilla para guardar el equilibrio, y rezumando un vaho cálido que emanaba de sus extrañas. Ramón comprobó que el oído del arcabuz de su señor estuviera limpio y no acumulase óxido; palpó con sus dedos la mecha para comprobar que no estuviera húmeda y revisó que en las bandoleras dispusiera de la suficiente pólvora.  De lo que no podría ya hacerse cargo el mozo, sería de sostener las exiguas fuerzas de su señor. Espada en cintura y el morrión brillante: un soldado, un arcabucero, un miembro del tercio.

De lejos se escucharon los primeros cañonazos de la mañana. Aquellos truenos, que percutían en los tímpanos de Ramón como tambores de guerra, rugían más fuertes que nunca. Miró hacia la villa. Durante meses, cuando no tenía tarea alguna, fijaba la atención en el interior de la muralla. ¿Hacia dónde mirarían ellos cuando estaban ociosos? ¿Hacía la misteriosa y hermosa mar o hacía sus insistentes enemigos?

Entre aquel puñado de almas que se debatían entre el miedo y la bravura, allí estaba él, menudo y risueño comparado con la sombra del soldado que cargaba el arcabuz. Se mantendría en la retaguardia, sin alejarse demasiado y, mientras la muerte hace su trabajo, tararearía canciones de su infancia que le mantuvieran el ánimo despierto.

Ramón volvió a comprobar el estado de la herida de su boca en el espejo. La misma sangre que corría por su labio, quizás sangrase pronto de su propio corazón.

[Imagen de portada: Detalle de la obra «Instrucción de los Tercios, siglo XVII» de José Ferre Clauzel.]

«Todas las picas suman, únete al cuadro»
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