EL MILAGRO DE EMPEL

Alberto Salvador Ramiro

8 de diciembre de 1585

        La huella de la borrasca se observa nítidamente en el uniforme del soldado llamado a morir. Sus botas, notablemente desgastadas por el fragor de la batalla, mantienen erguida su cansada apariencia. El coleto prende de un saliente natural para descanso de su propietario. Juan Romero, barba poblada y evidentes signos de fatiga, observa a sus maltrechos compañeros de armas frente a la Iglesia de Empel, donde el Tercio del Maestre de Campo Francisco Arias de Bobadilla descansa del asedio al que le han sometido durante horas los rebeldes de las otrora posesiones hispanas en Países Bajos.

En su mano derecha sujeta una carta de su señora que lee con ojos vidriosos. No es la primera vez que se expone a la muerte con tanta naturaleza, aunque dadas las circunstancias es posible que sea la última, se dice a sí mismo.

Durante más de media jornada la mejor infantería del mundo se ha batido en tierras extranjeras contra la fiereza del conde de Holac y sus numerosas tropas. La aparente tregua de la que disfruta Juan Romero con la caída del último rayo de sol no parece calmar su ánimo. No se queja, ni tiembla; solo se retrotrae a momentos mejores en su pequeño caserío junto a la señora que en la carta promete esperarle. Pero él es un soldado español y el desánimo no aparece en su escueto vocabulario.

No estamos tan mal, se repite con convicción. En una especie de ritual comienza a recordar aquel glorioso 14 de abril de 1574 y cómo su nombre se hizo resonar por los alrededores de Mook, en el momento en que se supo que fue la pólvora proveniente de su arcabuz la que acabaría con la vida de Enrique de Nasssau, el menor de los hermanos de Guillermo de Orange.

El valiente veterano, sin embargo, no focaliza la victoria en esta ocasión. No lo demuestra, pues conoce cómo funciona la jerarquía en el ejército español; sabe que los mochileros y los mozos observan cada uno de sus movimientos con admiración y respeto. Mas en su fuero interior hay algo que le mantiene inquieto, y es que no ha habido ocasión en que la desventaja fuera tan abrumadora para él y quienes debían morir a su lado.

La jornada se ha desarrollado de forma demasiado adversa. Rodeados por un número que triplica sus filas, el Tercio que lidera Francisco Arias de Bobadilla se ha visto obligado a recular hasta posicionarse en la cima del monte de Empel, a causa de la decisión holandesa de destruir los diques que contenían el caudal de los ríos que rodean la isla de Bommel. Las consecuencias son catastróficas: cercados por el agua que todo lo arrasa y abatidos por las tropas del conde de Holac, los españoles han visto frenadas sus impetuosas embestidas por algo tan simple como el cauce del río.

El único atisbo de esperanza apareció horas antes cuando Bobadilla ordenó repeler el ataque y los valerosos soldados del Tercio asestaron un golpe en el ánimo de los protestantes. El conde de Holac acababa de conocer el calado de aquellos hombres bajitos y analfabetos que venderían su vida con honor y serenidad. Ante la eventual retirada de éste para reponer fuerzas y engendrar la estrategia definitiva, la cansada infantería española descansa sobre los muros de aquella recóndita iglesia.

“Quizá sucumbamos y ella al fin pueda descansar de tu estulticia”. Acabando con su ensimismamiento, Juan Romero analiza la broma de quien golpea suavemente sus pies descalzos. “O tal vez – continúa el bromista- quieras acompañar a un viejo amigo a encontrar alguna forma de escapar de esta ratonera”. El veterano soldado pronto reconoce el rostro de quien tiene enfrente. Se trata de su viejo amigo el capitán Melchor Martínez, del tercio de Mondragón, quien acaba de recibir la orden de hallar cualquier vía de escape que pueda alejar a los soldados españoles de aquella muerte segura.

  • “Hallémosla para preservar la vida de estos foráneos”, bromea el veterano.

Aprovechando la calma que la penumbra de la noche les proporciona, Juan y Melchor avanzan entre las líneas enemigas, difuminadas en el horizonte por la densa niebla, con el fango cubriéndoles hasta las rodillas. El agua empapa sus articulaciones y el frío es tan intensamente perceptible que el castañear de los dientes se convierte en un factor que pudiese delatar sus intenciones. Sin embargo, los viejos amigos son veteranos en estos quehaceres y no muestran debilidad alguna. Es en ese momento cuando el capitán observa un pequeño espacio entre dos barcos varados del enemigo que, presumiblemente, parece desprotegido. Quizá fuere una vía de escape idónea si los maltrechos hombres que agonizan hambrientos en la cima de Empel pudieran viajar desprovistos de todo su equipaje. 

Se encuentran ambos amigos debatiendo posibilidades cuando de entre los arbustos aparecen dos enardecidos enemigos dispuestos a acuchillarles a base de estocadas. La defensa del veterano Juan es impecable. Como mandan los cánones es capaz de mantener la calma y no desenfundar el arcabuz que sería demasiado ruidoso a tan solo unos pasos del campamento protestante. Aprovechando su destreza con la bilbaína acomete al rubio gigante que le atosiga y consigue hacerle exhalar su último aliento de vida. Melchor, su querido amigo de armas, no corre la misma suerte haciendo suyo el legendario dicho que perseguiría a los tercios y que reza así: no hay ningún trozo de tierra sin una tumba española.

Entre tanto, y frente a la ausencia de noticias venideras de sus avanzadillas, el Maestre de Campo Francisco Arias Bobadilla recibe una carta de un emisario del conde de Holac por la que, en caso de ser rubricada, las tropas españolas ofrecerían su rendición y se les perdonaría la vida. El crepitar de las llamas proveniente de las hogueras preparadas por los soldados del tercio deja de ser latente cuando la respuesta del maestre se generaliza en un grito continuado por toda la infantería española. Retumbando el acero de sus picas, arcabuces y estoques los soldados repiten al unísono la respuesta de su líder: somos soldados de España y solo tras de muertos capitularemos. El enemigo, convencido de su aplastante venidera victoria, recibe esos alaridos con pavor y admiración.

Con la serenidad de quien convive con la muerte, pero con el imborrable recuerdo del valeroso amigo que la historia recordaría como el hombre que intentó evacuar a todo el contingente español, Juan se intenta hacer hueco entre las trincheras enemigas. Desolado y abandonado a su suerte consigue abrirse paso hasta la cima cuando, al soterrar su cuerpo para no hacerse oír, cree percibir un tacto que no reconoce como arena húmeda, un tacto que sus cansados dedos confunden con madera. 

Algo en su interior le pide continuar su socorrida huida, pero a veces el deber de un soldado no es con su rey ni con su inmediato superior. A veces, y solo a veces, un soldado de España ansía vanagloriarse más por los amigos caídos, por la supervivencia de sus compañeros de armas y por la elegancia de aquellos estandartes que durante siglos teñirían de color las praderas y bosques de Europa. 

Sucedió como un aire que llena de hiel las entrañas. Juan Romero se dejó inundar por esos sentimientos, por los redobles de los tambores de los tercios glorificando la dignidad de quienes morían por España, y desenterró aquella madera que, al llegar a sus brazos, observó era una tablilla con una imagen iluminada de la Virgen de la Inmaculada. 

Asombrado por el devenir de aquellos acontecimientos, el veterano soldado avanzó hacia el lugar donde descansaba Bobadilla. Haciéndole saber el glorioso final de su amigo, le hizo suyas las buenas nuevas y pusiéronse todos a rezar frente aquella tablilla. 

Al amanecer de aquel 8 de diciembre de 1585, los fatigados y rudos soldados de la mejor infantería del mundo observaron con presteza cómo el agua que rodeaba su posición se había congelado durante la noche. Aprovechando tal milagro se izaron al mismo tiempo todos los estandartes del Tercio, flameando al viento casi espectralmente, como si de un mismo portador se tratara, y al grito de ¡Santiago y cierra, España! la temida infantería española avanzó decidida hacia las posiciones enemigas.

La agonizante batalla no fue si no la consumación de aquella frase que se le atribuye al conde de Holac: parece que Dios es español al obrar tan grande milagro. No es posible discernir que le depararía el destino a Juan Romero, mas la realidad de los acontecimientos sucedidos en Empel durante aquellas dos jornadas sería conmemorada por el rey Felipe IV al proclamar el 8 de diciembre como fiesta en todo el Imperio español, y aún hoy día pervive tal tradición que no deja de ser si no el imborrable recuerdo de quienes un día obraran tal milagro.

[Imagen de portada: «El milagro de Empel», obra de Augusto Ferrer Dalmau]

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