Don Pedro de Osorio, maestre de campo, de repente se vio en el suelo. Una bala de cañón le había derribado. Sólo sintió un golpe como si le hubiera empujado un carro tirado por dos rápidos corceles, pero sin saber con certeza en qué parte del cuerpo le había acertado a dar.
Cuando recuperó su espada, que había caído a menos de una vara de distancia de su mano, e intentó levantarse, observó con horror que su pierna colgaba del hueso.
-¡Antonio!…¡Antonio!
Su secretario se había quedado helado, a su lado, sin saber cómo reaccionar.
-Por los clavos de Cristo, Antonio, ayúdame a levantarme.
A su alrededor yacían soldados franceses e ingleses, pero sobre todo holandeses, en posturas imposibles, con las entrañas abiertas, las cabezas partidas de un mandoblazo como un melón, o atravesados por una pica. Olía a sangre, a pólvora y a muerte.
Sus infantes, mosqueteros, arcabuceros y piqueros, habían perseguido al enemigo, que había salido de la fortaleza horas atrás. Habían logrado empujarlo de nuevo hasta el pie de las murallas.
-Somos soldados españoles. Avanzad, en nombre de Dios y de Su Santa Madre. ¡Avanzad! – gritaba el viejo maestre mientras intentaba incorporarse.
Un soldado bisoño del tercio nuevo de la leva de vasallos, que no había luchado con don Pedro codo con codo en Flandes, se asustó al ver a su comandante en el suelo.
-¡Don Pedro está herido, don Pedro ha caído!
-Soldado, – le gritó un viejo mosquetero mientras cargaba de pólvora su arma- defiende tus flancos y la espalda de tu camarada, que la tuya la defiende otro hombre. No te preocupes por él. Dios está de su lado.
A pesar del calor infernal que habían soportado aquella mañana, don Pedro sintió frío. Qué diferente era Brasil a los grises campos de Flandes. Incluso el Camino Español, por el que había transitado en verano con sus hombres, parecía un campo baldío comparado con la exuberancia de aquel nuevo continente.
Por fin, con la ayuda de su secretario, don Pedro logró ponerse en pie. Sus hombres estaban muy batidos por el enemigo, que les atacaba, además, con fuego de mosquete y de artillería desde las murallas.
– Mi señor, vayamos a retaguardia a que le atiendan… ¡Mi señor!
Don Pedro, desangrándose por el muñón, tiraba con fuerza de su secretario, y con la espada en alto gritaba en pleno fragor del combate,
-Sois soldados del rey de España, no os retiréis. Avanzad con gallardía. ¡Aguantad, aguantad!
La presencia de su comandante mal herido y en la vanguardia del ataque insuflaba en aquellos infantes, hirsutos y aguerridos guerreros, valor y coraje para seguir resistiendo.
-Pero mi señor, mirad que se os va la color de la tez…
– ¿Y qué? Mientras tenga un aliento seguiré avanzando, hasta que logremos arriar la bandera de Holanda de la catedral de esta plaza. ¡Santiago y cierra, España!
Don Pedro murió dos horas después. Se contaba entre uno de los 60 valientes que aquel día entregaron su alma a Dios.
Menos de un mes después, el 1 de mayo de 1625, los tercios españoles entraron victoriosos en la ciudad de San Salvador de Bahía, y enarbolaron la bandera de los castillos y leones, asombro y terror de tantas naciones.
[En mayo de 1624 una flota de 33 navíos holandeses se presentó ante la ciudad de San Salvador de Bahía y la ciudad fue ocupada, saqueada y fortificada por los enemigos.
Se envió aviso al rey de España, y desde la península se despachó una flota combinada luso-española compuesta por 58 navíos en la que se embarcaron cinco tercios: dos tercios viejos españoles, un tercio viejo napolitano y dos tercios portugueses, uno viejo y otro de leva nueva.
Esta proyección de fuerzas en el continente americano supuso una exhibición de poder como ninguna otra nación europea había realizado nunca.
Arribaron las naves a la bahía de San Salvador el 1 de abril de 1625; y el 1 de mayo, las tropas portuguesas y españolas entraban en la ciudad habiéndose rendido los enemigos.
Como dice Hugo Cañete en su estupendo libro Los tercios en América. La jornada del Brasil. Salvador de Bahía, 1624-1625, en el que me he basado para escribir esta relato, al hilo de la presencia española simultáneamente en diferentes teatros bélicos tan distantes como Flandes, Puerto Rico, Génova, Lima, y Brasil: «podemos concluir que el Annus Mirabilis de 1625 fue el reflejo del ejercicio de una hegemonía a escala global, sustentada necesariamente por la existencia de conceptos enormemente desarrollados en los entramados institucionales de la Monarquía Hispánica, como la planificación, la organización, la gestión de los recursos financieros, la capacidad de proyección de fuerzas y el mantenimiento de armadas y ejércitos con altos estándares en doctrina de combate y calidad del combatiente, lo que sin duda constituye un antecedente directo de la operativa y la capacidad operacional y estratégica de los ejércitos modernos» (p.328)]
lustración: De la colección de Jordi Bru, «Tercios españoles, siglo XVII»
Los Tercios en América
por Silvia Ribelles de la Vega
Don Pedro de Osorio, maestre de campo, de repente se vio en el suelo. Una bala de cañón le había derribado. Sólo sintió un golpe como si le hubiera empujado un carro tirado por dos rápidos corceles, pero sin saber con certeza en qué parte del cuerpo le había acertado a dar.
Cuando recuperó su espada, que había caído a menos de una vara de distancia de su mano, e intentó levantarse, observó con horror que su pierna colgaba del hueso.
-¡Antonio!…¡Antonio!
Su secretario se había quedado helado, a su lado, sin saber cómo reaccionar.
-Por los clavos de Cristo, Antonio, ayúdame a levantarme.
A su alrededor yacían soldados franceses e ingleses, pero sobre todo holandeses, en posturas imposibles, con las entrañas abiertas, las cabezas partidas de un mandoblazo como un melón, o atravesados por una pica. Olía a sangre, a pólvora y a muerte.
Sus infantes, mosqueteros, arcabuceros y piqueros, habían perseguido al enemigo, que había salido de la fortaleza horas atrás. Habían logrado empujarlo de nuevo hasta el pie de las murallas.
-Somos soldados españoles. Avanzad, en nombre de Dios y de Su Santa Madre. ¡Avanzad! – gritaba el viejo maestre mientras intentaba incorporarse.
Un soldado bisoño del tercio nuevo de la leva de vasallos, que no había luchado con don Pedro codo con codo en Flandes, se asustó al ver a su comandante en el suelo.
-¡Don Pedro está herido, don Pedro ha caído!
-Soldado, – le gritó un viejo mosquetero mientras cargaba de pólvora su arma- defiende tus flancos y la espalda de tu camarada, que la tuya la defiende otro hombre. No te preocupes por él. Dios está de su lado.
A pesar del calor infernal que habían soportado aquella mañana, don Pedro sintió frío. Qué diferente era Brasil a los grises campos de Flandes. Incluso el Camino Español, por el que había transitado en verano con sus hombres, parecía un campo baldío comparado con la exuberancia de aquel nuevo continente.
Por fin, con la ayuda de su secretario, don Pedro logró ponerse en pie. Sus hombres estaban muy batidos por el enemigo, que les atacaba, además, con fuego de mosquete y de artillería desde las murallas.
– Mi señor, vayamos a retaguardia a que le atiendan… ¡Mi señor!
Don Pedro, desangrándose por el muñón, tiraba con fuerza de su secretario, y con la espada en alto gritaba en pleno fragor del combate,
-Sois soldados del rey de España, no os retiréis. Avanzad con gallardía. ¡Aguantad, aguantad!
La presencia de su comandante mal herido y en la vanguardia del ataque insuflaba en aquellos infantes, hirsutos y aguerridos guerreros, valor y coraje para seguir resistiendo.
-Pero mi señor, mirad que se os va la color de la tez…
– ¿Y qué? Mientras tenga un aliento seguiré avanzando, hasta que logremos arriar la bandera de Holanda de la catedral de esta plaza. ¡Santiago y cierra, España!
Don Pedro murió dos horas después. Se contaba entre uno de los 60 valientes que aquel día entregaron su alma a Dios.
Menos de un mes después, el 1 de mayo de 1625, los tercios españoles entraron victoriosos en la ciudad de San Salvador de Bahía, y enarbolaron la bandera de los castillos y leones, asombro y terror de tantas naciones.
[En mayo de 1624 una flota de 33 navíos holandeses se presentó ante la ciudad de San Salvador de Bahía y la ciudad fue ocupada, saqueada y fortificada por los enemigos.
Se envió aviso al rey de España, y desde la península se despachó una flota combinada luso-española compuesta por 58 navíos en la que se embarcaron cinco tercios: dos tercios viejos españoles, un tercio viejo napolitano y dos tercios portugueses, uno viejo y otro de leva nueva.
Esta proyección de fuerzas en el continente americano supuso una exhibición de poder como ninguna otra nación europea había realizado nunca.
Arribaron las naves a la bahía de San Salvador el 1 de abril de 1625; y el 1 de mayo, las tropas portuguesas y españolas entraban en la ciudad habiéndose rendido los enemigos.
Como dice Hugo Cañete en su estupendo libro Los tercios en América. La jornada del Brasil. Salvador de Bahía, 1624-1625, en el que me he basado para escribir esta relato, al hilo de la presencia española simultáneamente en diferentes teatros bélicos tan distantes como Flandes, Puerto Rico, Génova, Lima, y Brasil: «podemos concluir que el Annus Mirabilis de 1625 fue el reflejo del ejercicio de una hegemonía a escala global, sustentada necesariamente por la existencia de conceptos enormemente desarrollados en los entramados institucionales de la Monarquía Hispánica, como la planificación, la organización, la gestión de los recursos financieros, la capacidad de proyección de fuerzas y el mantenimiento de armadas y ejércitos con altos estándares en doctrina de combate y calidad del combatiente, lo que sin duda constituye un antecedente directo de la operativa y la capacidad operacional y estratégica de los ejércitos modernos» (p.328)]
[lustración de portada: «Tercios españoles, siglo XVII», obra de Jordi Bru]
