12 de abril 1622

         Atrás han quedado los fríos días de invierno, la llegada de la primavera trae consigo el retumbar de los tambores, el olor de la pólvora, ese ir y venir de soldados que vuelven al único oficio que conocen; todos se convierten en actores principales de un escenario en el que la vieja Europa, cansada, asiste como invitada de lujo ante los acontecimientos que están por llegar.

Hace meses que la tregua de doce años ha llegado a su fin, la creciente hostilidad con las Provincias Unidas, hace necesario reforzar plazas estratégicas, asegurar las principales rutas de transporte y garantizar el abastecimiento de tropas y munición; para ello, las rutas que conectan el milanesado con los Países Bajos pertenecientes a la casa de Habsburgo se antojan de vital de importancia para tal empresa.

En Madrid, los primeros rayos de sol dan la bienvenida a una fría pero soleada mañana de abril, en la que, poco a poco, sus calles se van llenando de comerciantes, artesanos y transeúntes de toda clase, donde el rumor y las noticias de la incipiente guerra, vuelven a ser el objeto principal de debate en cualquier taberna o mentidero. Por las calles de la Villa, corre el rumor de un recién llegado que trae consigo graves noticias de lo que está sucediendo al norte del milanesado, concretamente, en el paso de la Valtelina.

Tras varias semanas de viaje, Giovanni Rossi, hombre de confianza del Duque de Milán, acude hasta el Real Alcázar con la intención de informar a su Majestad y a Don Gaspar de Guzmán y Pimentel, de la emboscada que franceses y venecianos están planeando sobre el próximo envío de tropas, munición y víveres que tienen previsto llegar hasta Bruselas. El envío parte desde el milanesado atravesando el paso de la Valtelina, ruta cada vez más hostil, donde el Cardenal Richelieu, con ayuda de venecianos y grisones, pretende asestar un duro golpe a las tropas españolas y minar sus fuerzas.

La red de espías que el Rey Planeta y su valido, el Conde-duque de Olivares habían tejido por las principales cortes de Europa, hacía tiempo que sospechaban sobre las intenciones de Francia y los venecianos, pero jamás habrían imaginado un ataque directo, sin intentar, al menos, recurrir a una vía diplomática previa.

Giovanni Rossi mostró al Conde-duque, los planos que señalaban el punto exacto en el que los hombres del cardenal pretendían emboscar a las tropas españolas, así como diferentes mensajes cruzados entre el Dux de Venecia y el propio Cardenal, donde ambos daban luz verde a la operación. La intención era clara: ayudar a los rebeldes holandeses, atrasar todo lo posible la llegada de refuerzos, y apropiarse de una gran cantidad de dinero, destinado a sufragar los gastos que el mantenimiento de los tercios ocasionaba en Flandes.

La veracidad de las pruebas en las que se apoyaba Giovanni no daba lugar a dudas, el ataque había sido planeado y diseñado casi al milímetro, y el destacamento de hombres, munición y dinero que tenían previsto partir hacia Bruselas, corría grave peligro.

El problema era que las sospechas se habían confirmado demasiado tarde, el destacamento tenía previsto abandonar Milán en dos días, y cualquier intento de enviar refuerzos o avisar para la suspensión de la operación sería en balde, el tiempo se echaba encima, y cualquier intento de Giovanni Rossi para llegar a tiempo desde Madrid, era, sencillamente imposible.

15 de abril de 1622

         Una densa niebla se apodera de parte del paisaje, las frías noches cubren con un fino manto de escarcha la hierba bajo los pies, y a lo lejos, en las cumbres alpinas, aún puede verse la nieve que todavía, fría y tenaz, resiste a los rayos de la primavera.

Atrás queda el Lago di Como, el destacamento, compuesto por dos compañías de cien hombres cada una, marchan a paso firme en dirección a la pequeña localidad de Sondrio. La misión había sido confiada al experimentado maestre de campo, D. Blas de Narváez; y sobre sus hombros recaía la responsabilidad de llevar a cabo con éxito la operación. El grueso de la compañía estaba formado piqueros y mosqueteros, y en cuyo centro, flaqueado y protegido, un carro transporta un gran baúl, similar a un cofre de grandes dimensiones, en cuyo interior, una gran cantidad de dinero tiene como fin rebajar tensiones y llenar los bolsillos de soldados que, lejos de su patria y su familia, combaten y dan su vida por defender cada palmo de terreno.

El día transcurre según lo previsto, nada parece amenazar o poner en peligro la expedición con destino a Bruselas. Hace varios kilómetros que dejaron atrás la localidad de Sondrio, y según lo planeado, D. Blas de Narváez tiene previsto montar el campamento y pasar la noche en la localidad de Bianzone, un pequeño enclave situado a los pies de la montaña.

Los últimos rayos de sol comienzan a ponerse a sus espaldas, el día va llegando a su fin y el maestre y sus dos oficiales deciden asegurar el perímetro antes de montar el campamento. Los oficiales D. Pedro de Leyva y D. Enrique Losada, hombres de confianza del maestre D. Blas de Narváez, serán los encargados de asegurar la zona; para ello, designan esta labor a hombres experimentados, soldados acostumbrados a entrar en territorio enemigo, cruzar sus defensas y reconocer en terreno hostil, cualquier atisbo de peligro.

Juegan a los dados, limpian sus armas, comprueban los depósitos de pólvora (sus doce apóstoles como así los llaman), y leen o beben vino al calor de una hoguera. Hombres que solo conocen un oficio, que llevan toda una vida derramando sangre por media Europa, leales a un rey, a una religión, y a menudo, aceptando con resignación la escasa recompensa a sus tan heroicas proezas. Uno de los hombres de D. Pedro de Leyva hace su entrada en el campamento, llega fatigado, hace una parada en seco para recuperar el aliento y acompasar su respiración, su cara, descompuesta, manifiesta gran preocupación, como si acabase de ver un fantasma. D. Blas de Narváez le invita a tranquilizarse y a compartir la noticia; el hombre, más tranquilo, indica que tropas francesas y venecianas han venido siguiéndoles desde Sondrio, y que avanzan a paso lento pero constante, en cuestión de una hora podrían llegar hasta el campamento.

Tras meditarlo con sus dos oficiales, D. Blas de Narváez ha llegado a la siguiente conclusión, el dinero y la mitad de la compañía deben llegar hasta Bruselas, o al menos, intentarlo. Franceses y venecianos los superan en número, regresar a Milán sería un suicidio, y permanecer allí, con la totalidad de sus hombres y el dinero, sería comprometer el éxito de la operación, y arriesgarse a perderlo todo en manos enemigas.

No había tiempo que perder, rápidamente ordenó que una compañía de cien hombres al mando de D. Enrique Losada partiese rumbo a Bruselas. D. Pedro de Leyva y él, serían los encargados de detener el avance enemigo y asegurar la retaguardia del destacamento. Debían intentarlo, su honor dependía de ello, el honor de ver cumplida la misión, el honor de ser leales a la palabra dada.

Allí estaban, bajo la luna, aguantando el frío de la noche alpina, el maestre de campo D. Blas de Narváez y su oficial D. Pedro de Leyva, y junto a ellos, cien hombres dispuestos a arriesgar sus vidas para ver cumplida la empresa.

Comienzan a formar disciplinados, sesenta piqueros y cuarenta mosqueteros componen la compañía, agrupados y ordenados esperan, sin titubeo alguno, la envestida del enemigo.

No sabemos cuál fue el desenlace de tan valientes hombres, lo único que podemos afirmar, es porque durante más de un siglo, la nuestra fue la mejor infantería del mundo.

[Imagen de portada: obra de Jose Ferre Caluzel.]

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