El joven soldado tenía la boca seca por el polvo y sudaba mucho. Con la mano manchada de sangre y de pólvora se echó para atrás el mechón que le caía sobre un ojo. No sabía cuanto tiempo llevaban resistiendo el ataque gabacho, lo que sí sabía es que iban a luchar hasta que les quedase un soplo de vida. No había manera de acabar con aquellos ‘muros de carne’. Ni la pica, ni la espada, ni las balas de mosquete y cañón habían conseguido eliminarlos. Allí seguían sus banderas, sucias y agujereadas, ondeando en el centro del cuadro. En formación cerrada, con los soldados nuevos en retaguardia y los viejos en vanguardia; altivos, desafiantes y con ganas de morir matando, los españoles rechazaban uno tras otro todos los ataques franceses.

19 de mayo de 1643. Los restos de los destrozados Tercios españoles que habían asediado la ciudad de Rocroi bajo las órdenes del capitán general de los Tercios de Flandes, Francisco de Melo, forman un último cuadro en el que continúan luchando sin apenas munición contra la infantería, la artillería y la caballería francesa. Van para ocho horas cuando el comandante en jefe francés, el duque de Enghien, desesperado, pide parlamento. Cuando ambas delegaciones se encuentran frente a frente en tierra de nadie, se saludan de manera ceremonial. Son los franceses los que hablan. Lo hacen en un español con una extraña pronunciación de las erres: “Señores: el duque de Enghien considera que habéis combatido con honor, por lo que os ofrece una rendición honrosa. Podréis conservar vuestras banderas y salir del campo de batalla en formación”.

Enghien quiere acabar con aquello cuanto antes. Teme que pronto aparezca por su retaguardia el barón de Beck al frente de 4.000 soldados, el Tercio de Ávila incluido, para auxiliar a los españoles. Las condiciones que ofrece a aquel puñado de hombres sucios, heridos y ensangrentados son propias de las guarniciones de plazas fuertes asediadas: respetar la vida y libertad de los supervivientes; permitirles el retorno a España; salir con las banderas desplegadas en formación y conservar sus armas. Pero la delegación española lo tiene claro. Ni siquiera se consultan o se miran unos a otros. “Esto es un Tercio español. Aquí no se rinde nadie”, le responden antes de despedirse y darse la vuelta.

La lucha se reanudó. Disparos, órdenes a gritos y el chocar de las largas picas pueden escucharse en todo el valle. Sobre los soldados españoles pasan como moscardones las balas enemigas que, cuando impactan en carne, emiten un chasquido sordo seguido de un desgarrador grito de dolor. El agotamiento y las bajas hacen que la batalla no dure mucho más tiempo. Lo que queda de los Tercios españoles aceptan las ventajosas condiciones y se rinden. Sobre el campo verde de Rocroi, en las Ardenas, quedan tendidos miles de cuerpos españoles mezclados con otros tantos franceses. Cuando los soldados españoles abandonan el campo de batalla en formación, algunos sostenidos o apoyados en compañeros, lo hacen con el orgullo y el honor intacto. Tras un saludo marcial un oficial francés pregunta a uno español por cuántos hombres habían formado inicialmente su Tercio. El español responde: “Contad los muertos”.

[Imagen de portada: ‘El último Tercio’ del pintor Augusto Ferrer-Dalmau]

«Todas las picas suman, únete al cuadro»
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