Yo, D. Diego Duque de Estrada, el que fuera con gran aprecio a Dios humilde servidor suyo en todas las tierras a las que mi temeridad me acarreó. Desde Berbería a Flandes, de Barcelona a la bella Nápoles y ahora desde mi retiro como juandediano del cenobio de la Cerdeña, vengo a impetrar con mi retiro y expiación la gracia de la salvación divina para mi alma.
Ánima religiosa y de buena fama, que hube de defender en incontables e incontenibles trances y lances, siempre para mayor reputación suya y de España. Así, por cada aventura de la que casi siempre obré con gran resolución y destreza, sus terribles consecuencias la ennoblecieron y agrandaron sin temor de la aquiescencia divina por cuanto en su voto todas ellas fueron hechas. Por trances y lances he de expresar que se trataban, casi siempre y con frecuencia, de duelos con los que limpiar con sangre la mancha del honor, que debe siempre guardarse por delante de la hacienda, la Patria y el Rey.
Sirvan estos hechos engendrados durante mi procelosa vida como penitencia, esperado de cuantos los oyesen y comprendiesen, que obren en su reparo tal y como suplico al remate de todos ellos, esperando, como digo, la salvación de mi alma, ahora amenazada.
TRANCE I.- POR CELOS ARREBATADO.
Así sucedió siendo yo joven y cortesano en la villa de Madrid, cuando una tarde aciaga hallé amancebados y en lujuriosa disposición a mi entonces amada junto con mi más leal compañero. Arrebatado y esgrimiendo espada a la diestra y daga en la siniestra, les despojé a los dos, de vida y honra, con su sangre. Por este apuro fui obligado a dejar la corte, embozado de la noche partí hacia el mediodía perseguido de la justicia por trochas y caminos, sucio de jubón pero con el alma limpia por el fatal desquite. No sería aquel el último encuentro.
TRANCE II.- DUELOS Y QUEBRANTOS.
A la feliz y próspera Cádiz llegué en buena hora; confín de indias, raya con la Berbería, todas las oportunidades reunía. Ciudad abundante de casi todo, tabernas, posadas, figones y de acomodadas damas, que por causa de su enorme hacienda posaban con el ánimo inapetente de su aburrida existencia, resultando caudal precioso a los ojos de extraños.
Como reclamo y gala para mi inédita fama, comencé a frecuentar las calles bien aliñado de espada, sombrero, y mondadientes, que así pareciese que con el palillo en la boca urgaba entre los dientes las sobras de una abundante pitanza. Aparentando saciado se elevaba mi prestancia entre sus famélicos habitantes, y sólo quedaba batirme para terminar mis andanzas.
Retrato de D. DIEGO DUQUE DE ESTRADA
Cualquier pretexto servía como chanza. Al cruzarme con algún “desuellacaras”, yo le saludaba cortésmente y esperaba su réplica, si ésta no se producía y el rufián súbitamente no me atendía, de inmediato una satisfacción le pedía. En buena liza me batía, y con frecuencia era yo mismo el que tiraba la estocada, otras, el sorprendido las esquivaba, hasta alguna hubo que atravesando mi jubón pasó de la otra parte al mismo lado, que si me coge de lleno me hubiera dejado a buenas noches. Así fueron múltiples mis encuentros, o mejor debiera decir mis desencuentros en costanillas, callejones, tabernas y soportales, donde por mi fama en la villa dejé a la “gente de carda” despachados y con la guarda hundida en sus entrañas.
Recuerdo cierta noche, creo, en plena Cuaresma, andaba yo como de ordinario, en la taberna. Era una herrumbrosa leonera plena de vicio y sinvergüenzas, oscura y azarosa por cuanto en ella se fundían gariteros con bellacos que a los naipes se divertían. En una mesa, a la que siempre solía, se dieron cita varios caballeros.-o por eso pasaban- que con alegría jugaban, comían y bebían. Uniéndome a ellos expuse mi bolsa de piel de gato que plena contenía mi hacienda. Bastó la muestra para comenzar la partida. Eran todos ellos, profesionales del juego, llamados “ciertos” por estos mundos, que diestramente repartían la suerte. Al principio con tino, luego con desatino; fue entonces cuando puse más atención en los apaños y manejos que en mis lances, observando como uno de ellos, con guantes descabezados, tras coger el abanico de naipes, con disimulo y continencia, raspaba las cartas con la enorme uña crecida de su meñique, dejando una marca casi inapreciable que sólo ellos esperaban. Pude ver también, que tras la timba, otro tramposo, que como rufián procedía, raudo la baraja escamoteaba por si alguno presentaba sus sospechas.
Esto es, que tras varios lances, con mi certeza más verdadera, dando un salto dije:
- ¡Flor!, por naipes hechos, – mientras undía mi ganchosa en la mesa.
El envite, que por acusación de trampa claramente tomaron, a uno lo dejó “desmirlado”, esto es, sin orejas y de hurgón calmado. El otro, que a su izquierda se situaba, con el filo de mi daga crucé su cara, no atinando el cobarde a desnudar su doncella. La mía, que sin vaina se hallaba desprovista, lo destripó y murió de una larga agonía con los naipes tomados como devocionario.
Tras los acaecidos de la taberna y otros en Sevilla y Antequera, puse rumbo a Berbería.
TRANCE III.- EN TIERRAS DE LA BERBERÍA
Llegó en esos tiempos noticia del embarque a galeras bajo el patrocinio del Marqués de Germán, con rumbo a las costas berberiscas. La oportunidad, por tratarse de la milicia, me procuró la aprobación de las damas, y la sustracción de la justicia. En poco tiempo, embarcado junto a 3000 infantes a las costas de Larache fue a parar mi destino incierto. Era cosa del Rey sumar esta plaza a sus posesiones, para lo cual adelantó a D. Pedro de Toledo con el que viajamos. No hubo ocasión de acometer, puesto que la ciudad fue rendida en buena lid a nuestro Rey. No acontecería de igual forma en las otras ocasiones en que tuve que batirme en aquellas tierras, unas veces embarcado, otrora por tierra.
Víme muerto, herido y por último, cautivo.
Cierta noche, embarcado cerca de las tierras de los moros, ocultos de la luna, fuimos abordados por corsarios que como demonios nos atacaron. Unos por proa, por la popa los otros. Demonios de terribles cimitarras curvadas hacia nuestros golletes, de garfios y arpones lacerantes con los que mermar nuestra presencia, hasta caer todos muertos o al agua. También los demonios sufrieron la avaricia de nuestras tizonas en una cantidad de seis, lo digo con la seguridad de haber despachado yo mismo a tres que por la espalda se lanzaron, quedando aliviados de sobaco al instante, de linfa desocupados y bien ensartados.
Herido, fui hecho cautivo y desprendido de los bienes más preciados que un hombre puede poseer, la dignidad y la justicia. Privado por más de un año de estas facultades, y con la única asistencia del altísimo, fui esclavizado. Otro esclavo, como capricho del destino -antiguo asistente de mi abuelo- obraría contra mi privación.
TRANCE IV.-DE COMO LA LIBERTAD ES EFÍMERA.
Poco duró mi felicidad, por cuanto la autoridad vernácula teniendo noticia de mis andanzas y mi presencia, hízome preso en Toledo. Sufrí grandes torturas y tormentos, acusado, como no, de muchos homicidios violentos de tantos como les cuento; ocurridos, con frecuencia por desencuentros, duelos y acomentimientos.
Sentenciado a muerte recurrí a la apelación del Duque de Lerma, que no hubo tiempo de mediar en mi desgracia, pues lo haría cierta monja a la que conocía y cortejaba. La religiosa viéndose alagada por mi prestancia y gallardía, facilitó mi fuga bajo promesa de amor. Así nuevamente liberto quedaba. De ahí, a las otras Españas mi presencia ofrecí.
Por todo lo relatado, y conociendo la existencia del Purgatorio, por donde todas las almas han de pasar en su largo peregrinaje antes de alcanzar la visión beatífica de Dios. Me consagro víctima de la Iglesia de Roma, quien ordena la descomulgación de todos los participantes en duelos, y que su advertencia de esta forma se expresa:
«Extermínese enteramente del mundo cristiano la detestable costumbre de los desafíos. Los que entraren en el desafío, y los que se llaman sus padrinos, incurran en la pena de excomunión y de la pérdida de todos sus bienes, y en la de infamia perpetua, y deben ser castigados según los sagrados cánones, como homicidas; y si muriesen en el mismo desafío, carezcan perpetuamente de sepultura eclesiástica».
Desesperado por su firmeza, grito mi malograda queja, que implora del buen cristiano su absolución y asistencia.
-¡Oh maldita y descomulgada ley del duelo, nacida en el infierno y criada y alimentada en la tierra, devoradora de vidas y haciendas, hija de ira y soberbia y madre de la venganza y perdición, ruina total de los humanos y perturbadora del sagrado templo de la paz!.
– Ruego del buen creyente, que conozca mis paraderos, esto es, soportales, costanillas y callejones donde incité a duelo, rasgue en la pared o en el suelo, un Túmulo con una cruz izada, para que al pasar la gente caritativa rece por mi alma cautiva lo que la curia me negaba.
