Se quitó el morrión y lo tiró al suelo a su lado.

Con las fuerzas que le quedaban se tumbó de espaldas sobre la pared de la trinchera y dejó la pica a un lado, sin dejar de tenerla en permanente contacto con su cuerpo, por si acaso. Normalmente ocultaría la barbilla en la gola y habría dormitado pesadamente acurrucado en su armadura. Pero llevaba más de seis meses sin cobrar el salario y había tenido que vender la mayoría de sus armas y su armadura. Su coleto, su chambergo y casi toda su ropa la vendió para poder comer. La espada, legada de su familia, que también les había servido en tierras impías, la cambió por un florete desgarbado que no atravesaba ni la bruma.

Sólo le quedaba la camisa, que comenzó la guerra siendo blanca como sus intenciones y ahora era entre negra y color mierda, como esta vida. Siempre húmeda y llena de barro, era lo único que no había podido vender, y no por falta de intención, sino por falta de comprador. Sus botas habían sido remendadas tantas veces que empezaba a pensar que no quedaba cuero en ellas, que solo vestía sobre sus pies un remiendo que supo ser bota un día.

Con la cabeza apoyada sobre la pared, el aliento formaba un espeso vaho sobre su cabeza que le recordaba el frío que estaba pasando. A pesar de que el sol no dejaba de darle entre los ojos, este era dios pagano que no calentaba el alma.

Estaba comenzando a adormecerse cuando empezó a escuchar el continuo traqueteo de golpes metálicos incesantes que no paraban de acercársele a izquierda y derecha. Poco a poco fue oyendo los bufidos de sus compañeros tomando posiciones a su lado y reclamando cualquier sitio para sentarse.

La batalla había terminado por ahora.

El silencio había sido interrumpido y ahora estaba siendo violado por miles de quejas, pequeñas muecas de dolor, toses, dientes rechinando y miles de voces que aún seguían vivas. Por ahora.

Alguno comenzó a liarse un cigarro, otros tomaban píldoras y diversas pócimas para recuperar el resuello, otros se quedaban dormidos, y por los suspiros que acompasaban su respiración, poco le quedaban a esas pobres almas.

Por delante de sus narices comenzaban a pasear diversas manos que intercambiaban bienes. De repente, una de ellas se paró delante de sus narices.

– Enga, García, dale un trago – le dijo – si no te han matado los arcabuces no creo que esto te haga mal.

El interpelado se dio por aludido y bajó la cabeza para encarar a su interlocutor, era su compañero Cánovas, con el que había compartido banderín allá por Italia y todas y cada una de las batallas acometidas desde que llegaron como bisoños. Miró la mano que le tendía su compañero y vio una bota de vino. Cómo podía hacerle el feo a un buen trago de vino que le calentaría el alma en aquella inhóspita tierra.

– Ziempre a zu salud camarada.

– Nada, me alegro de verte. Cuando te perdí de vista pensé que tendría que recogerte en pedazos.

– Ya zabe que zoy carne perro, no hay nah que me mate.

Siguieron compartiendo la bota de vino mientras se miraban en silencio. El compañero de al lado les dio un cigarro que se fueron pasando entre ellos y que intercalaban con el vino. Una mano pasó por delante y cogió La bato  y dejó un trozo de pan y queso en su lugar. Otra mano intervino buscando el cigarro y dejó un trozo de fruta seca, algo podrida.

Fueron compartiendo toda miseria que tenían mientras mantenían una mano sobre sus picas, otra iba compartiendo con los compañeros y los ojos y el corazón estaban alerta, pues el enemigo seguía tras las trincheras.

Cuando sonaba alguna pisada o un movimiento más fuerte que otro, todos los movimientos se pausaban, las cabezas se erguían, las manos se posaban sobre las dagas y los oídos se aguzaban. Cuando todo sonido cesaba, volvían a serenarse y a seguir dando buena cuenta de tan austero banquete.

Alguno se quedaba dormido sobre alguna prenda doblada y los compañeros le despertaban para darle agua, vino y comida. Sabían que la próxima embestida no podría tardar y tendrían que estar todos recuperados. Si su compañero quería dormir le dejaban dormir, pero le alimentarían para que fuera útil en la batalla.

Cánovas y García se mantenían cara a cara, pero no se miraban a los ojos, de vez en cuando hablaban y compartían anécdotas pasadas y recién vividas. Ambos se conocían desde que ninguno tenía ni dos pelos en la cara. Ahora, Cánovas llevaba un bigote hirsuto, mal rasurado con prisas y a navaja y García tenía una barba desaliñada.

Sobre sus cabezas comenzaron a sonar alguna voz más alta que otra. Todos fueron guardando las botas, cigarros, vinos, panes y empezaron a prepararse el equipo. Las manos fueron a tomar las armas. Resoplaron y se miraron los unos a los otros. Ya habían oído demasiadas veces aquellos sonidos y sabían a qué solía preceder.

Nadie en aquel ramal se movió. Todos, permanecieron como si estuvieran muertos. Las miradas iban despacio recorriendo las caras de sus compañeros. Arcabuces sonaban y comenzaban a silbar sobre sus cabezas. Pero nadie se movía. Algunos cascotes caían sobre ellos, y algún arma empezó a ser desenvainada con mucho cuidado. Seguían en silencio y a la espera.

Por los demás ramales escuchaban pasos y carreras y sabían que se acercaban hacia ellos. Los soldados, como niños, estaban escondiéndose tras los barriles y tratando de convertirse en parte de la misma tierra. No habían dejado de luchar desde hacía cuatro días. Solo habían descansado media hora.

Algunos miraron sobre el suelo las ascuas aún humeantes de un cigarro que había sido apagado a las prisas. Un cigarro que no terminaría nunca de ser fumado.

Las carreras por los ramales adyacentes comenzaban a ser cada vez más frecuentes y cercanas. El que estaba más cerca de la entrada miraba para avisar a los compañeros de qué o quién venía por él. Al poco rato hizo un gesto de galones. Alguien venía a ponerlos en pie de nuevo. Seguramente con autoridad, casaca, chambergo con pluma y mala boca. También vendría con restos de ron en la comisura de los labios y cochinillo entre los dientes, y sobre todo, con ganas de mandar.

No tardó ni dos minutos cuando apareció por la esquina el Teniente Ballester, hombre de mala baba y de peor lengua, que no tardaría mucho en berrear:

– ¡Que hacéis aquí escondidos, panda de gandules! ¡Acaso no tenéis cojones de defender a vuestra puñetera patria! ¡Levantad y atacad a esos malditos bastardos!

Ahora haría un grito alegando por Santiago y por España. Él, en cambio, se quedaría tras las trincheras mientras ellos asaltaban las ajenas y se dejaban los menudillos ganando trozos de tierras estériles, sin ganar por ello ni una mísera moneda a cambio. Ya no recordaba ni porqué luchaba. Ni siquiera sabía por qué parte de Europa exactamente estaba guerreando.

Recogió el morrión del suelo y gritó sin convencimiento.

– ¡Santiago y cierra España!

«Todas las picas suman, únete al cuadro»
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