El crujir de los mástiles en aquella noche de octubre juntado con el batir de las olas hizo que el joven soldado despertara de aquella amarga soledad, inducida por el sueño. Su mirada se volcó hacia sus hermanos Andrés y Rodrigo.

-Andrés… – Articulaba palabra como podía, con la lengua atravesando aquella fiebre en alta mar que lo estaba condenando, pero algo le paró. 

-Miguel, vos es un cobarde -Era la voz de uno de los soldados, ruda y salvaje, cometida por aquellos soldados de Don Lope de Figueroa, aquellos que habían sido curtidos en mil batallas y nunca había que preguntarle sobre sus arrestos – No luchas contra el otomano, los mismos que asaltan nuestras costas. 

Andrés y Rodrigo se giraron a la misma vez hasta que escucharon el crujir de la paja en aquella litera, un suave crack que entró en la mente de muchos y cambiaría en parte el curso de los acontecimientos. 

-¿Qué habéis dicho vos?- La voz sonaba áspera, fruto de la fiebre y aquel frío que calaba los huesos, cercanos a las costas conocidas como Lepanto- Yo no soy un cobarde… Ni nunca más lo seré. 

Aquella mañana como si los Arcángeles hubieran hecho sonar sus trompetas al son del Apocalipsis, como si todo un rezo camuflara el batir de las olas y el crujir de las velas contra el viento, tres jóvenes hermanos salieron a la cubierta de «La Marquesa», entre tantos otros que habían ido a Valencia a alistarse, Don Miguel, Andrés y Rodrigo. ¿Sus apellidos? Cervantes y Saavedra.

Como un grito desesperador, como si hubieran parado las trompetas de sonar durante el breve suspiro de un amanecer que veían desangrarse lentamente, la Capitana de la Santa Liga al mando de Don Juan de Austria choca contra la Sultana turca, mientras tanto, los hermanos luchan codo con codo, usando dientes y uñas como último fin.

En el fragor de la batalla, mientras los alaridos y rezos resonaban en cada lado, mientras los arcabuces y cañones se encontraban al fuego vivo y ardía la madera, mientras el corazón palpitaba sangre como si le fuera a ello. Un pequeño resquemor entró en el pecho del joven Miguel, él no lo notó casi, pero una bala de arcabuz otomana le había atravesado el pecho, no sintió el dolor porque sentía el frío acero de su ropera en la mano y notaba como las roperas de sus compañeros caían a su lado entre el fino suspiro que daba exhalar el último aliento camuflado por el incesante ruido de los arcabuces otomanos y el crujido del cráneo chocando contra el morrión y el sallete. 

Más tarde, mientras se apilaban los cuerpos del infiel a sus pies y embadurnado de sangre hasta la coronilla, otra bala más le atraviesa el pecho, dolorido y ausente de todo ser gira a ver dónde están sus hermanos, rezando a Dios la misericordia de no morir ese día hasta que, una bala le atraviesa la mano, interrumpiendo el tupido rezo en un alarido que hizo moverse los mismos cimientos del tártaro. 

Mientras que los alaridos de dolor se sucedían de su boca, sus dos hermanos luchaban para protegerlo, el suave sonido de la ropera rompiendo la costilla, la llave de chispa dando la campanada de la muerte, el grito de ahogo en la sangre propia pero ahí estaba, viendo como 62.000 muertos cubrían de sangre las aguas del mediterráneo mientras el fuego se veía reflejado en el agua de aquel atardecer de octubre, como si Dios lo estuviera observando. 

Fue arrastrado y llevado a la enfermería, ante el roce de sus botas contra la madera llena de sangre otomana y española, sangre caliente corría en la mano, mientras observaba como en sus ojos ya casi inertes se deslizaba el atardecer sombrío y opacado, su camisa ya no era blanca, ya no se distinguía más que el rojo pudor de la sangre que empezaba a secarse sobre las heridas. Ya no quedaba nada más, ni vino ni nada, habían buscado en despensas y en las bodegas, pero no había nada que le pudiera parar el dolor o no sintiera el dolor de la operación. 

-Miguel… -La voz del cirujano parecía un fino suspiro, ya ausente de todo ser y escuchaba la llamada de Dios mientras que el tintineo de un crucifijo llegaba a su mente – Respire hondo. 

El joven soldado respiró hondo esa vez sintiendo la llamada de Cristo en su haber hasta que el dolor se hizo insoportable, hasta que tuvieron que agarrarlo entre gritos llamando a Dios por su alma. Mientras el joven fraile, con sus mangas ensangrentadas empezaba a rezar por la ánima de los allí caídos y preparados para darle la extrema unción a aquel joven. 

Se aferraba a la vida como si fuera en ello, como si los mismísimos arcángeles le protegieran de todo aquello o como si Dios le hubiera escrito ya su destino. 

Las heridas del pecho fueron curadas, pero aún quedaba esa terrible mano, escuchado el cuchillo de carnicero ser extraído del tacón de madera donde estaba. 

-Man… Manco… No.…- Dijo como pudo en un suspiro audible por ambos hermanos que aún andaban a su lado- Andrés… Rodrigo… No permitirlo… 

Ambos hermanos deslizaron la mirada al cirujano el cual dejó el cuchillo y con unas claras de huevo intentó curar aquella espantosa herida mientras subían las ya mencionadas fiebres y los delirios se camuflaban entre gritos de victoria, ahí yacía un joven que el futuro le depararía que su nombre fuera escrito con letras de oro. 

Gracias querido o querida lector o lectora por leer este texto.

Bibliografía:

https://elretohistorico.com/juan-austria-cervantes-encuentro-lepanto/
https://historiaespana.es/edad-moderna/batalla-de-lepanto
https://elretohistorico.com/cartas-desde-lepanto-2/
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