Cuando el enviado del almirante Otomano Barbarroja penetro en aquella quejumbrosa habitación arrugo la nariz.
El olor a pólvora, madera quemada, sudor y sangre hacían que el ambiente de aquella quebrada habitación de la ciudadela estuviera viciado.
¡Y no era para menos!
Ya que los cañones de los turcos no habían dejado de castigar los muros de la fortaleza de Castelnuovo con proyectiles de cien libras desde que llegaron con cincuenta mil hombres determinados a recuperar aquella plaza que hacía unos meses habían perdido ante los españoles y los venecianos que formaban la santa alianza.
Aquel continuo castigo de pólvora y fuego había convertido Castelnuovo en una ratonera de escombros en la que se defendían como diablos sin alma ni temor los tres mil soldados del tercio de Lombardía.
Estos, al mando del maestre de campo Francisco Sarmiento, habían derrotado a la primera oleada enviada por Barbarroja para, seguidamente, organizar una defensa atroz y salvaje del lugar aún a sabiendas de que estaban rodeados y abandonados por el emperador Carlos I, el cual, no movía ficha para salvar a aquellos valientes.
Unos valientes que habían enquistado la conquista de aquella pequeña plaza hasta el punto de que el poderoso y teñido almirante Barbarroja se planteara proponer una derrota honrosa a los obstinados españoles.
Por esa razón, el enviado había penetrado en la fortaleza escoltado por varios soldados españoles hasta aquella habitación.
Cuando el enviado dejó de observar su alrededor dirigió toda su atención al sucio, maloliente y herido Francisco Sarmiento que, orgulloso, se mostraba erguido y desafiante.
-Hablad.
-Maestre vengo en nombre del grandísimo Hizir bin Yakup. Almirante de la temible flota del Suleiman el Magnífico. Señor de…
-¡Basta! ¡Exponed vuestro mensaje y dejaron de esta podrida verborrea! ¡No quiero perder el tiempo!
El enviado tragó saliva y ocultando su temor comenzó a relatar el mensaje encomendado.
-Rendid la plaza, abandonad la pólvora y las armas y Hizir bin Yakup perdonará la vida a los defensores ofreciéndoles un salvoconducto hasta tierras españolas, además, se permitirá que conservéis vuestro estandarte y bandera…Ya habéis luchado con honor y valentía, poner fin a esto…
Francisco Sarmiento no cambió el gesto ante las generosas palabras que traía el enviado. Guardo silencio durante unos instantes para seguidamente dar respuesta.
-Como bien sabéis no puedo dar respuesta a tu propuesta sin antes consultar con mis capitanes.
-Lo entiendo y esperaré encantado su respuesta.
-Que así sea.
Francisco Sarmiento se levantó de la desvencijada silla que ocupaba para salir por una de las puertas laterales de la habitación.
Los minutos comenzaron a transcurrir mientras el enviado caminaba de un lado a otro de la estancia vigilado permanentemente por cuatro soldados españoles.
En su mente solo se repetía la imagen del maestre dando su brazo a torcer, ya que, no sólo era la decisión más coherente si no la más sensata.
En tales cavilaciones se encontraba cuando escucho unos pasos que se aproximaban. Aquel sonido le hizo detenerse para dirigir la mirada al lugar de procedencia de los mismos.
Segundos después aparecía sobre el umbral de la puerta el maestre de campo Francisco Sarmiento.
Tras detenerse para observar más detenidamente al enviado volvió a tomar asiento.
Carraspeo y dijo:
-Mensajero la decisión está tomada.
-¿Y bien?
-Decidle a Barbarroja que los defensores de Castelnuovo dudan de que el almirante sepa lo que es un tercio español, ya que este, como bien saben todos los enemigos de España y de nuestro rey Carlos, nunca retrocede, nunca se rinde y nunca abandona la lucha pues el honor la valentía y el coraje son su alma. Así que, si quiere arrebatarnos Castelnuovo decidle que deberá acabar con todas y cada una de las vidas que defienden este lugar sin excepción.
Tras superar el shock inicial el enviado estalló.
-¡Estáis loco!¡¿Porque no preservar la vida y la honra?! ¡Ahí fuera hay más de cincuenta mil hombres que os aniquilarán sin piedad!
Fue entonces cuando Francisco Sarmiento…Dibujando una sonrisa sarcástica…Dijo…
-¿Si? Pues aquí les esperamos ¡Que vengan cuando quieran!
Tras aquello Barbarroja descargó toda su furia sobre los defensores, pero estos, valientes, aguerridos y determinados rechazaron cada asalto uno tras otro hasta el punto de que el almirante otomano prohibió, ante las numerosas pérdidas que le estaban causando los españoles, luchar cuerpo a cuerpo, pero entonces, una vez más, el cruel destino quiso determinar la balanza.
Una funesta y despiadada tormenta de verano mojó la pólvora de los españoles inutilizando sus fabulosos arcabuces.
La suerte estaba echada…
Los apenas seiscientos españoles que quedaban con vida se vieron sobrepasados ante el empuje otomano. Pero no crean que se rindieron…No…Eso nunca lo haría un español perteneciente a un tercio…Todos y cada uno de los hombres entregó su vida luchando hasta la aniquilación…Hasta el fin…
