BALTASAR WARNER
más dado a la música impresionista, sobre todo francesa, que a la beethoveniana, interpreta «Gaspard de la Nuit«con la cabeza metida en el piano, entre la tapa y las cuerdas. No está sordo sino atrapado en el constructo de su novela.
JUAN SHEPHERD
científico al estilo de los intencionados por la verdad, no tiene dudas sobre la banda sonora de este relato.
Mientras su avión decide si toma tierra o no en Schiphol, Baltasar Warner se pregunta qué se perdió allá abajo, qué perdieron sus antepasados en esas tierras encharcadas, qué mixtura de lo heroico y lo farandulero fue necesario para dar sentido a su valentía. Se pregunta también por qué el avión se lo piensa tanto.
No hizo falta volver a mirar por la ventanilla para que vinieran a sus mientes las marismas de Alday, que de niño podía ver desde su casa. No hizo falta, las trajo él. Con ellas, a sus padres y a otros seres altruistas y queridos que murieron sin saber si a su siniestra se sentaría algún día la divinidad prometida. Desconociendo qué conjugación posibilita altruismo y muerte, dada o recibida, y si las personas viven con la solidaridad como norte y magnetismo de vida, hizo un paréntesis en su novela para visitar a su amigo Juan Shepherd, que desde England le mandó las bases de un concurso de relatos sobre los Tercios. Tenía pensado escribir uno con él y pasar unos días con su esposa e hijos, que a la sazón de aquel tiempo y a pesar de pesares y desaciertos era familia emocional de la que seguía formando parte.
Aprovechando que el Dr. Shepherd venía de Estambul, de conferenciar sobre cómo la Botrytis cinérea nos impide beber vino, quedaron en Ámsterdam para desde allí, parando antes en el aeropuerto de Humberside, ir juntos a casa, en un pueblo del condado de Lincolnshire.
Juan y Baltasar se pusieron manos a la obra. Aunque su amigo, dada su condición de salmantino, tenía algún conocimiento sobre los soldados objeto del concurso, Baltasar sólo poseía ese tipo de febrilidad que a los artistas vincula etológicamente a sus invenciones. Nada sabía de los Tercios. La pica en Flandes la veía como una variante geoestratégica, posiblemente más migratoria que geográfica, de su literatura ansarina y avisadora. Así pues, uno sabiendo algo y otro intentando conciliar evanescencia y espiritualidad de poder, fueron puestas sus manos en la obra.
Juan, que imprimía su impronta en la orfandad social de su amigo, solía colaborar en las canciones de Baltasar. Decidieron reescribir “¡Oh, my god!”, que transportaba a quienes la escuchaban a una época de picas, arcabuces, espadas, trovadores y cómo no, de un alto grado de generosidad sexual en retaguardia. La canción ironizaba sobre ese vivir belicoso del que poetas y loadores hacen remedo de honor.
Enemigo era, el de la canción, de quien invadía su casa, ensuciaba la nocturnidad de su joven esposa y desvinculaba a su prole del medio plazo de las promesas. Enemigo de los golpes de efecto del inquinamento lugareño y del venido allende donde la vista no alcanza a ver con claridad. Enemigo por enemistad, echaba de menos un condominio pacífico donde la vida no fuera exprimidora tentación de lo venidero sino vida para vivir, para ser artista, soldado, madre, pensador, abuela, cualquiera cosa menos enemigo. Agotado, se durmió en la noche sucia. El enemigo, no.
En ésas andaba Baltasar cuando apareció en el horizonte de sus pensamientos el poder, tan temido, tan manipulado, tan ajeno a la potencia y al facto. Recordaba haber leído que, por ajenidad y presencia en nuestras propuestas de vida, por escamoteo de su concreción, el poder nos inducía a la abstracción para así atravesar ríos y mares en busca de causas y enemigos de éstas. No, no había leído eso. En una revista que él entremezcló con otras de rock y coches clásicos en el revistero del bar que había sido de su copropiedad leyó que el poder no existía. En su momento, momento leído, no tuvo ninguna duda de que tamaña idiotez sólo pudo ser escrita por quien lo detentaba. Por el mismo horizonte apareció, como por arte de magia, magia y supervivencia, la mili, ésa que no hizo por los pies, planos en aquel tiempo y también en éste. Habría sido un buen soldado si la inobediencia no hubiese enturbiado su bonhomía.
Internet, alter ego del saber.
Baltasar Warner era Ganso Avisador y Juan Shepherd doctor por Salamanca en saberes distintos al histórico. Pensaron los dos que si una canción daba pie a malentendidos era mejor no cantarla, mejor aún, no escribirla. Si por evitar un pie malintencionado y pisador se repetía lo leído en un alter ego del saber o en una revista que todos apartaron en su momento, momento y negación del maridaje entre rocanrol y pensamiento, era mejor hablar con el corazón. Por eso fue que escribieron cada uno con el suyo. Aunque consideraban que la guerra no siempre aumenta nuestra cuota de humanidad, admitieron el valor de aquellos soldados que entregaron su vida por causas emparentadas más con la justicia que con un mal pagado salario sacrificial. Con el corazón escrito creyeron que la muerte, cuando es honesta con la vida entregada, se olvida de sí misma y sacraliza el acto de guerrear.
Se tomaron un café y enseñaron lo escrito a Matilde, doctora y esposa del doctor, que dijo que muy bueno, francamente bueno el café.
