El rostro del maestre de campo no muestra emoción alguna. A su lado, el del sargento mayor dibuja una rápida, leve mueca de decepción. Pero ninguno de los dos se atreve a contradecirlo.

—Se hará como decís, señor. Ahora mismo se lo comunicaremos a los capitanes.

Los dos hombres abandonan la estancia tras una imperceptible inclinación de cabeza. Caminan en silencio, mientras las paredes de los corredores devuelven aumentados los ecos de sus botas. En el momento en que avistan el patio, el sonido se atenúa, confundido con el murmullo de voces que esperan su salida.

Esas que se acallan en cuanto las siluetas de dos máximos jefes del tercio hacen su aparición.

Allí están, expectantes, los capitanes de las diez compañías.

El maestre de campo no se anda con rodeos. Sabe que los hombres están agitados y es preciso marcar la disciplina.

Su Excelencia considera desfavorable la ocasión. No atacaremos.

Los capitanes estallan en una algarabía áspera y ruidosa. Los gestos se contraen, las voces claman:

—¡Pero los rebeldes están desfilando casi frente a nuestra vanguardia! -grita uno.

  —¡Es una provocación, una mofa a nuestras banderas! -asegura otro.

El maestre de campo alza sus brazos y manda con gesto grave:

—¡Silencio!

Una sola palabra es suficiente. A la voz del maestre los hombres se amansan; los aspavientos cesan; las bocas, apretando los dientes, enmudecen. El maestre eleva más su tono:

—Señores, así lo considera el Duque, y no discutiremos sus órdenes. ¡No se hable más!

Los capitanes continúan inmóviles, detenidos de palabra y movimiento por la orden. Por un momento nada se oye, nada sucede.

De pronto, un golpe sordo resuena en el patio. Es uno de los capitanes de la compañía de arcabuceros, que ha arrojado furioso algo contra el empedrado.

—¡El Duque nunca quiere combatir!

Su grito es un rugido diáfano, desafiante. El capitán, las cejas arqueadas de cólera, reta con los ojos a su maestre. A sus pies, semihundida y humillada en un charco turbio, el bien más preciado y personal de un oficial del tercio. Mojada e inútil. Su pistola.

Está a la vista de todos. Lo que yace sobre las losas del suelo no es ya un arma; es una provocación.

La brisa fría de la mañana trae entonces un silencio difícil. Es un vacío que todo lo absorbe, y que llena el patio de extremo a extremo y que se alza después mudo hasta alcanzar el cielo.

Un silencio que se vuelve de plomo cuando una figura oscura aparece junto al maestre.

Alto, magro y atlético, erguido y arrogante dentro de su negra armadura, el toisón sobre el pecho entrecruzado con la banda roja, moreno y español como el demonio de los herejes, don Fernando Álvarez de Toledo y Pimentel, el Gran Duque de Alba, acaba de salir al patio.

Con la mirada fija, penetrante en sus soldados, el Duque recorre uno a uno a los capitanes, y solo detiene sus pupilas cuando observa, a los pies del amotinado, la pistola arrojada.

El capitán, irritado hace tan solo un instante, palidece. Sus labios no se mueven, su gesto es firme, su mentón se alza orgulloso; es un capitán del tercio, no puede humillarse suplicando el perdón. Pero no desconoce al hombre que le sostiene la mirada. Implacable y severo con sus soldados hasta el extremo, inflexible en lo tocante a la disciplina, soberbio y capaz de contestar con arrogancia a su rey, el capitán sabe que, apenas el Duque pronuncie palabra, será preso y arcabuceado. Quizá ahora mismo, contra las tapias de este mismo patio.

Hay una pausa eterna.

O al menos, eso le parece al capitán, que reza y se encomienda íntimamente a la Santa Virgen.

El Duque se dirige hacia él con andar sereno, pausado. Desde su elevada estatura, espléndido y marcial bajo la magnificencia de su armadura y de los brillos tibios del sol de Flandes, pareciera un dios triunfante y castigador.

Entonces el Duque llega hasta el capitán, se detiene a su frente y apoya una mano sobre el hombro del veterano. Sus ojos son amables. Sonríe. Es una sonrisa abierta, franca, que los labios del Duque solo interrumpen para exclamar:

—Así debe de ser; los soldados, deseando combatir siempre; los generales, cuando convenga.

Y sin decir más palabras, marcha con su séquito a reunirse con el Consejo de la ciudad.

Mientras recorre las bulliciosas calles flamencas, el Duque observa a los caminantes ajetreados; y a los mercaderes regateando a las puertas de sus negocios; y las ricas fachadas de las casas, con sus tejados picudos y sus chimeneas que se alzan intentando tocar el cielo; y la oronda belleza de sus mujeres, tan diferentes de las de España. Y piensa en aquel capitán, y en la pistola arrojada al suelo, y en todos sus soldados, que le han acompañado a pie desde Génova; unos hombres a los que respeta, a los que conoce profundamente, a los que admira. Esa herramienta que él sabe manejar como nadie para ganar la victoria.

******************

 Fernando Álvarez de Toledo y Pimentel, III Duque de Alba, gobernador de los Países Bajos, es considerado era el primer general de la Europa de su tiempo.

Estuvo presente en la expedición a Túnez 1535, la batalla de Mühlberg 1574, el cerco de Roma 1556 y la anexión de Portugal 1580, además de en la Guerra de los 80 años de Flandes.

Fue el creador del mayor logro logístico de la época, el corredor militar que desde Milán llegaba a Flandes, y que sería conocido como el Camino Español.

Hombre duro, recio, implacable, pero respetuoso en extremo con sus hombres —a los que en sus arengas llamaba “señores soldados”—, les exigía extremas muestras de disciplina, audacia e ingenio, pero siempre compartió penurias con ellos. Por esto, lo respetaban profundamente.

General previsor en la preparación de la campaña, certero en la elección del momento y el lugar de la lucha, rápido e irresistible en la ejecución del combate, evitaba siempre la acción en la que no viera asegurada la victoria.

“Rey de Portugal: —¿De qué color es el miedo?

  Duque de Alba: —Del color de la imprudencia.”

Ilustración: detalle del retrato realizado por Antonio Moro (1549).

«Todas las picas suman, únete al cuadro»
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