Desde que me uní al Tercio de Extranjeros, mis compañeros me apodaron el Profesor. No es que yo me hubiera dedicado a la enseñanza, pero para aquellos desheredados que se habían alistado a una unidad que lo mejor que les ofrecía era una buena y bella muerte por España y por su honor, un hombre que supiera leer y escribir y que se expresara con soltura en un entendible español, tenía por fuerza que ser al menos profesor. Y en un mundillo como el militar, propenso a los alias, no es pues extraño que me motejaran así. Además no iba a ser yo el que les sacara de su error. Un cuerpo que presumía de que nada importa la vida anterior, estaba lleno de historias anónimas, tanto ciertas como inventadas. Y yo tenia la mía, claro. Y muy poco interés en que se hiciera pública, con lo que dejar que la Legión asumiera que lo que suponía era la verdad, era mi mejor política. Que quien esto lee no espere que aclaré aquí mi historia, no es ese el objeto de lo aquí escrito. ¡Mi dolor es mío, y para mí va a quedar!

Me hice rápidamente popular entre mis compañeros, e incluso entre los mandos de la Bandera, ya que en una época en que España empezaba a resurgir de las terribles cenizas del mayor desastre que le puede ocurrir a una nación, una lucha a muerte entre hermanos, encontrar a alguien con cierta cultura no era fácil. Siempre había una cola delante de mi tienda para que les escribiera las cartas a la novia o a la madre a aquellos que, o no sabían, o no podían escribir. Se me daba bien expresar por escrito los sentimientos…de los demás. Desde reclutas iletrados hasta broncos veteranos que apenas sabían juntar las letras de su nombre, esperaban impacientes que el Profesor, osea, yo, plasmara en el papel lo que ellos eran incapaces siquiera de expresar con palabras. Incluso los endurecidos suboficiales y algún taciturno oficial pasaban por mi tienda. No sólo les gustaban mis palabras, sino también verlas escritas con mi cuidada caligrafía de colegial. Otra de las cosas que me hacían popular en la XIII Bandera eran mis historietas alrededor del fuego en las noches de descubierta. Me gustaba ver la cara de envidia de aquellos duros soldados, algunos imberbes casi niños, otros maduros y curtidos por la vida, al oír relatar los hechos de los héroes de los viejos tiempos, aquellos en los que la Patria fue grande, fuerte y envidiada por el mundo. Pero era envidia sana, de esa que lo que te hace es sentir ansias de emular, ¿Qué digo emular?, superar aquellas hazañas.

Eran tiempos de paz, aunque para quien se ha entregado al credo legionario eso no quiere decir nada. Si no hay pelea, se busca. Si no se encuentra, se inventa. Además, la paz nunca es eterna. Nos mandaron al territorio del África Occidental Española, donde bandas marroquíes andaban revolviendo la situación. Tras la independencia de Marruecos, el desleal rey Mohamed azuzó a estos grupos revoltosos contra nosotros. Las cosas se pusieron feas. Los ataques a posiciones españolas y las emboscadas a nuestras tropas menudearon en aquellos tiempos. El peor combate tuvo lugar en Edchera, donde sufrimos treinta y siete muertos y casi el doble de heridos. Sólo en nuestra compañía perdimos al capitán Jauregui, a uno de nuestros tenientes y varios compañeros más, entre ellos los heroicos camaradas Fadrique Castromonte y Maderal Oleaga, que se sacrificaron para que pudiéramos retirarnos. Vencimos, pero ¡A qué alto precio!

Aquella noche, sentados alrededor del fuego tras aquel duro encuentro, noté a la gente como desmoralizada. Los compañeros muertos pesaban en nuestro ánimo. Sentado a mi lado estaba un chico muy joven, un pilluelo de los bajos fondos de Sevilla que tuvo que elegir entre la Legión y el correccional. Por su juventud le habían apodado el Chupete. Normalmente era un chico alegre, pero aquel día aparecía silencioso y cabizbajo. Con intención de levantar su ánimo, le pregunté al mozalbete:

-¡Chupete!, ¿Sabes qué significan las viejas armas que componen nuestro emblema?-prendí un cigarrillo mientras esperaba su respuesta.

-No profesoh, ya sabe uhté que yo no se ná…-respondió el chico con humildad.

Mientras le daba una profunda calada al cigarro, observé de reojo al resto de los hombres. Todos me observaban expectantes. Con aquella simple pregunta, había captado su atención.

-Pero estoy seguro que sí sabéis quién fue nuestro fundador…-proseguí con ironía.

-¡Claro, don José Millán Astray!-exclamó con una risotada un hombrón de rostro cetrino al que llamaban Media Ostia. El nombre le venía de que cuando se enfadaba siempre decía: “te voy a dar media ostia, porque si te la doy entera, te mato”.

-¡Muy bien Media Ostia!-le dije ejerciendo de lo que me llamaban, de profesor-Pues sabed que don José, a parte de un guerrero que entregó medio cuerpo por la Patria, era un hombre muy culto, y que para crear un magnífico cuerpo como nuestra Legión se inspiró en nuestra historia más gloriosa, los tiempos en los que España dominaba el mundo.

-¿Y qué tiene eso que ver con el emblema legionario?-preguntó torciendo el gesto el renegrido y enjuto sargento Calero.

-¡Todo!-le contesté con vehemencia-Don José se inspiro para crear este cuerpo en las unidades militares que dieron a España un Imperio: Los Tercios Viejos de infantería española, la mejor tropa que ha existido nunca. Y éstas-dije señalando el emblema que lucía en la “galleta” de mi pecho-fueron las armas que le dieron preponderancia en los campos de batalla de todo el mundo. Mirad si están presentes en nosotros que incluso nuestras unidades se denominan “tercios” por ellos, y nuestros batallones “banderas” como las compañías que componían aquellos. Incluso los nombres de nuestros tercios recuerdan a los más legendarios jefes de aquellas tropas: el Gran Capitán que sentó las bases para que se crearan, el Duque de Alba, que los llevó a la victoria por toda Europa, Juan de Austria, su más querido capitán y Alejandro Farnesio, al que apodaban el Rayo de la Guerra, con eso está todo dicho. Y nuestros guiones y banderas llevan todos la vieja cruz de San Andrés, el aspa de Borgoña que encabezó a aquellas tropas en todas sus acciones.

-¿Y el decálogo legionario también se lo debemos a esos famosos Tercios?-interrogó el Tiznao, con su media lengua de moreno africano.

-No, eso viene del “bushido”, el código de los samurai, los legendarios guerreros japoneses.-repuse con calma-Ya os he dicho la amplia cultura que tenía nuestro fundador. Pero todo lo demás es herencia de aquellos fabulosos soldados que todo lo dieron por su Patria, su Dios y su Rey, que ampliaron los horizontes de España con fuego de arcabuz y con la punta de sus picas.

-¿Entonces somos los nuevos Tercios?-preguntó con el rostro iluminado por la esperanza el Murcia, así llamado por ser oriundo de dicha ciudad.

-¡Pues claro que sí ! Esa fue la intención de don José, y días como hoy, compañeros como Maderal o el brigada Fadrique demuestran que nuestro eterno coronel consiguió lo que buscaba, que aquella infantería de leyenda volviera a la vida en este aciago siglo a darle nuevas glorias a España.-me paré a contemplar los efectos de mis palabras. Me sorprendió comprobar que toda la bandera, desde el comandante Rivas hasta el último legionario se habían acercado a escucharme.

Y los vi. Los vi como guerreros de antaño. En Rivas vi al gran Rodrigo Zapata saltando con su Bandera de isla en isla en la Zelanda. Y los rostros de mis camaradas, unos con los grandes chambergos de los mosqueteros y los “doce apóstoles” cruzados al pecho, otros con el morrión y la pica enhiesta, se transformaban en los de los hombres del Tercio de Idiáquez resistiendo quince asaltos suecos en la colina de Albuch, en los del Tercio de Bobadilla saliendo de la isla de Bomel y asaltando los barcos holandeses sobre el hielo, en el Tercio de Sarmiento, resistiendo más de un mes en Castelnuovo contra miles de furiosos jenízaros, Y en los soldados de Lepanto, y de Jemmingen, y en los que esforzados recorrían el Camino Español para ir a combatir donde los mandara el Rey.

Han pasado los años y ahora ellos tampoco están. También ellos son ahora guerreros de antaño que lo dieron todo por España. El peso de los años me dobla ya la espalda, y no puedo quitarme de la cabeza esa imagen en que mezclaba a mis compañeros legionarios con las viejas formaciones imperiales. Mi tiempo se acaba, es hora de irme a ocupar mi puesto con todos ellos, a montar guardia en la eterna centinela que hermana a todos los que dieron su vida por la Patria. Que nadie me diga adiós, como dice la antigua canción, yo, como viejo soldado, nunca moriré, simplemente me desvaneceré en la niebla y partiré a ocupar mi puesto junto a los guerreros de antaño…

«Todas las picas suman, únete al cuadro»
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