La excepcionalidad de la audiencia era notoria en las calles de la villa, el noble encuentro trocaba la presencia de capeadores y cicateros en las rondas y costanillas por la de lindos hombres de pericón inquieto, tufos, melenas y copetes. Sus arrogantes guisas relajaban sus faltriqueras y la propicia ocasión era aprovechada por los hombres de leva para afanar sus bolsas y a la carrera se les podía ver por la calle Toledo mientras algún Alguacil de Vagabundos con más ruido que anhelos les perseguía hasta que los maliciosos se diluían entre la muchedumbre.
Hiladas de pulcros carruajes llegaban desde todos los vientos hasta la Plaza del Arrabal, unos por el Camino de Toledo, otros el de atocha. La Plaza porticada se había engalanado tanto como su ilustre concurrencia, vestidas las balconadas con lienzos y guirnaldas que dejaban ver el ladrillo rojo de las fachadas, debajo, el pavimento cubierto por abundante arena y en sus límites bien situados en los bancos de madera, se podían distinguir a los Consejeros de su Majestad, aristócratas de diverso linaje y a los representantes de la Cofradías, tan habituales en estas galas. Los ufanos espectadores se disputaban los soportales de Pañeros pues eran los más buscados por la dulce entrega de su sombra a la llegada de la tarde y en ocasiones no eran pocos los berrinches que ocasionaba este premeditado fin.
En la casa que llaman de la Panadería, una balconada prevalece sobre las otras, tan acicalada galería es la destinada al aposento y presidencia de nuestro señor Felipe IV, también llamado el “Grande” y que con su real presencia solemniza y encumbra estos juegos como agasajo y lisonja de Carlos Estuardo, Príncipe de Gales.
Tras la sonora y regia presencia de los ilustres citados, conducidos por animados músicos, por diferentes partes toman plaza los padrinos vestidos de ricas libreas, seguidos de sus lacayos provocando la incontinente satisfacción del preparado auditorio. Los valedores simulan retos y afrentas y vuelven a salir deshaciendo la derrota para luego retornar seguidos por reatas de acémilas ricamente adornadas que portan las cañas con las que sus apadrinados combatirán. A continuación dan vueltas a la plaza hasta llegar al lugar donde baten un pañuelo haciéndolo tremolar al modo que lo hacen las banderas y estandartes para significar la salvaguardia de un lugar. Entonces todo ya está preparado. Ante la atenta mirada de los circunstantes comienzan a entrar las cuadrillas de oponentes entre los que se haya alguna muy noble e ilustre personalidad cuya presencia todos celebran. Montados en fila de jineta, los caballeros portan a la siniestra una adarga con la divisa y el sobrenombre elegido, en la diestra elegantemente bordada destaca una manga de las que llaman sarracenas. Hasta ocho cuadrillas se han formado, y se reparten cuatro de una parte y cuatro de otra, tras la primera toma de contacto, las caballerías pegadas las unas a las otras comienzan a dar vueltas por el improvisado palenque formando bellos caracoles, las damas con asiento más fronterizo fingen espanto ante el temblor del adoquinado a cada giro. Los caballos soplan y soplan a cada vuelta barruntando la cercanía del acometimiento, de este modo el sonido de los aparejos de montar se acompasa con los cascos de los caballos, indicando que todo está a punto de iniciarse.
Ya comienza el duelo entre todos ellos. Unos lanzan a otros oleadas incesantes de cañas, los otros se protegen de éstas alzando sus adargas como pueden, y huyendo todos ellos dibujando círculos. Se suceden unas cargas a otras, haciendo que los agredidos se conviertan ahora en agresores, y así sucesivamente. Los adversarios gritan eufóricos ¡Santiago!, ¡Santiago!, siendo respondidos por otros ¡Cierra!, ¡Cierra!, mientras, algunos dardos caen muy cerca de la desasistida muchedumbre que alborozada se desgañita cada vez que una caña se quiebra al topar con las ilustres adargas.
Tras los muy vistosos y repetidos encuentros, los más diestros y los menos avezados se entreveran de a dos lanzando al unísono las cañas al aire, el choque de los bohordos nuevamente es celebrado con alborozo mientras los padrinos bajando de sus estrados desarman con su presencia a los complacidos caballeros.
El festejo había llegado a su fin, ahora al gusto de su majestad sería rematado con la suelta de un toro, para lo cual se cerraban las puertas y se animaba a los caballeros a tomar rejones. Uno de esos caballeros muy aficionado a lanceo de reses era el Conde de Villamediana, devoto de los toros y de los versos satíricos, sus lances en unos y otros eran celebrados deforma desorbitada, su destreza y vehemencia sólo era superada, y en qué grado, por el mismísimo rey, gran aficionado a la Tauromaquia. Se dice que viendo la torpeza de los diestros para matar al astado a lanzazos, no dudó en echar pie a la arena con un arcabuz en la mano, acabando con el sufrimiento del toro de un certero disparo. La muchedumbre impresionada, le agració con una gran aclamación.
Dígolo por haberlo presenciado…..o no. Ustedes dirán.
Toma el rejón, parte airoso
y él y el brazo a un tiempo dieron
rotas astillas al aire,
miedo al toro y sangre al suelo;
y vistoso, aunque ofendido,
sacó el animal soberbio,
por penacho de la frente
la tercer parte del fresno.
Francisco de Quevedo
