El día era primaveral, el sol se abría justo antes de media mañana de aquel 24 de abril de 1547, el deshielo se hacía camino entre los verdes paisajes de Brandemburgo. A pesar de ello, el rio Elba portaba aguas gélidas, con fuerza a su paso y algún que otro pedazo de hielo. Los valles parecían volver a su normal y floreciente actividad. Sin embargo, los nuestros preferirían una y mil veces estar en su soleada Castilla, remangados quizá a estas alturas. La larga marcha por el camino español, el suyo, les había cansado. Los tercios necesitaban un respiro, pero apenas había tiempo para ello. A lo lejos hizo aparición el Cesar caracoleando con su caballo. Algo cansado ya y con los tobillos hinchados, el emperador saludó efusivamente al de Alba y con una sonrisa de complicidad, los ojos a medio cerrar por el sol, ambos sabían a lo que habían venido. Al emperador le gustaba hacer las cosas a lo grande, no gustaba de presenciar las batallas desde un despacho. Era un hombre de acción.
Los herejes habían destruido todos los puentes aledaños que cruzaban el rio. Los españoles, en seguida, se dispusieron obedeciendo, como es norma. Días de marchas y escaramuzas, contraataques enemigos. Con el frio alemán metido en el cuerpo. El rio Elba, por estas fechas portaba gran caudal de agua y apenas había vados. No había un lugar decente donde acampar y pensar en un plan. No. La situación era otra y el hereje lo sabía. Los imperiales iban contrarreloj.
Tras varios días de persecuciones, el duque de Alba había ordenado que el ejército se situase tras el bosque, en las cercanías del rio Elba. Al otro lado estaban aquellos ilusos protestantes que, tras haber saqueado las villas católicas y violado a sus mujeres, se escondían. Rehusaban dar batalla a los españoles. Pero, para algo habíamos acudido a la llamada de nuestro Cesar ¿no? Pues sí. Los protestantes se las daban de vencedores, soberbios galanes. Según sus dirigentes, como aquel Federico de Sajonia, tenían el terreno, que conocían muy bien, a su favor. Sin duda el conocimiento del terreno es primordial pero no lo es todo. Dios estaba de nuestro lado aquel día.
Entretanto, el duque había mandado varias avanzadillas a lo largo del Elba, que nos separaba de aquellos malditos herejes. También había dispuesto los cañones en la orilla. Mientras todo ello ocurría, 11 locos, o valientes, caminaban, vigilando daga en mano, por aquel desconocido bosque en busca de una solución, sabiendo de su camaradería, cuando de pronto fueron avistados por un pastor que por allí pasaba. El pastor había sido robado por los protestantes en aquella alegoría de la paz en la que destruyeron todo a su paso. El pastor se hallaba deseoso de justicia. Les comentó a aquellos desorientados españoles la situación de un vado en el rio donde, además, había unas barcazas enemigas atracadas.
Los españoles conteniendo la alegría que aquella noticia provocaba rápidamente se miraron entre ellos, admiradores de la muerte y de la honra, sonriéndose y guiñándose un ojo, se despojaron de sus ropas, se quitaron el morrión e incluso el cinturón. Todo quedo en tierra. Todo menos la camisa blanca con la que se distinguían. Con la daga entre los dientes, para nadar mejor y evitar, con ello, el castañeteo de los dientes al tiritar de frio, se lanzaron a aquel gélido y profundo rio. El que primero se lanzó al rio fue Mondragón, al que siguió Rivera, Otálora y el resto. ¡Vaya cojones!
Los protestantes habían dispuesto artillería en la orilla, queriendo jugar a un “corre que te pillo”. Se hallaban parapetados y camuflados a lo largo del rio. Al mínimo movimiento en el agua o en orilla enemiga tenían la orden de disparar, de acribillar a balazos. Sin embargo, se mostraban muy confiados, se sabían vencedores e incluso alguno, que debía montar guardia, brindaba con aquel aguado y avinagrado vino. Confiados se sentían.
Los once locos españoles nadaban, espada en mano y daga en boca, sin hacer el más mínimo ruido para no alertar a nadie. Los protestantes ajenos a lo que se cocía delante de sus narices. Los españoles nadando, se miraban, gesticulaban con la boca y las manos. Se seguían, uno tras otro, en perfecta y silenciosa fila. El agua helada se metía hasta el tuétano de los huesos, los músculos entumecidos tiritaban queriéndose partir en aquellas contracciones, el agua de aquel día cortaba la respiración y ponía las extremidades moradas.
El de Alba seguía pensando para hallar forma alguna de entablar combate, junto con Alvaro de Sande, quien se preguntaba donde estarían los suyos, aquella avanzadilla del tercio de Hungría que había salido hacía ya un rato para ver si encontraban algo, algún vado desprotegido, algo donde el enemigo cojease. El nerviosismo afloraba en aquella fría y primaveral mañana. El ligero sol aliviaba el frio al que los nuestros no estaban acostumbrados. El cañoneo incesante comenzó, entonces, desde las filas imperiales, ordenado por el de Alba. El Elba era testigo presencial y omnipotente de aquella trágica y triste situación. La ciudad de Mühlberg se vio envuelta en gritos y un cada vez más oscuro humo, que por estas horas ya tapaba el sol. Los herejes se mantenían en sus posiciones deseando evitar, en todo momento, un cuerpo a cuerpo con aquellos occidentales.
Y cuando todo era desconcierto, las balas silbaban a escasos centímetros de los nuestros que habían sido descubiertos. Pero era tarde, demasiado tarde ya. Los nuestros recibieron su baño de fuego ya en la orilla. Empapados, cansados y sedientos, obviando el continuado escalofrío al que estaban sometidos, aquellos 11 españoles se dispusieron a realizar su trabajo. El morado de los labios, la falta de aire en los pulmones, el entumecimiento muscular poco importaban ya. Los herejes que vigilaban aquel vado fueron literalmente aniquilados y sus cañones clavados. La primera línea que defendía el vado enemigo desapareció. El puente de barcazas que tenían amarrado fue capturado. A pesar de estar bien protegido, los nuestros se encargaron de hacer lo que mejor sabían.
Tiritando por el frio y evitando la corriente, aquellos 11 valientes se volvieron a lanzar a las gélidas aguas del Elba. A lo lejos resonaban maldiciones de un enemigo que no se había percatado de nada, mientras el tronar del cañoneo se oía en la lejanía del verde bosque. Los españoles tiraban de las cuerdas que amarraban las barcazas. Nadaron con ellas hasta la otra orilla, una zona segura donde esperaban los suyos.
A lo lejos el emperador y el Duque de Alba no daban crédito a lo que veían sus ojos. Ambos miraban con admiración, los ojos tan abiertos que parecían platos.
Toda una acción de comandos, una operación anfibia por agua y tierra. Una encamisada.
La sorpresa fue descomunal en el bando imperial. Sin embargo, no había tiempo para celebraciones ni abrazos. Rápidamente, los tudescos construyeron un puente móvil de orilla a orilla. Justamente un kilómetro de maderas, pero con eso bastaba. Los jinetes pasaban con un arcabucero a grupas, e incluso el emperador transportaba a lomos de su caballo a un soldado.
-Estáis locos –decían los camaradas sabiendo la magnitud de la hazaña.
-No. Ya sabéis que Cristo esta de nuestro lado –decia un exhausto español mientras miraba sonriente al cielo.
-Vamos no hay tiempo que perder –una orden tajante recorría aquel momento de gloria.
El ejército imperial cruzaba el rio y en la otra orilla resonaban ya los tambores, tambores de guerra. La Cruz de Borgoña oteaba en lo más alto, reluciendo entre la polvareda que dejaba aquel paisaje gris, presumiendo de algún balazo enemigo. Entonces aquel bosque hereje fue testigo de una batalla, la de Mülhberg. Y de una victoria, la del emperador.
Aquel 24 de abril de 1547 once valientes decidieron una batalla en Mülhberg. Con más temor a la deshonra que a la muerte se lanzaron a las heladas aguas del Elba y cruzaron el rio lleno de enemigos por doquier. Esquivaron a la parca y estableciendo una cabeza de puente de vital importancia. Aquel día los enemigos, como tantas otras veces, maldecirían el nombre de España y no darían crédito a tal hazaña. Una hazaña que permitió que los imperiales cruzasen el rio y cargasen contra los protestantes de la Liga Esmalcalda. El resto ya lo saben vuestras mercedes.
