Era la madrugada del 16 de mayo de 1643, y el veterano capitán Álvaro de Bahamonde miraba fijamente a la flota holandesa que tenía frente a sus ojos, en la antesala de lo que se preveía como un violento enfrentamiento. Contaba con la sabiduría que sólo dan los años e incluso podía decirse que lideraba un tercio, donde destacaban valientes aunque sencillos hombres que, forjados por una vida dura y de esfuerzos, buscaban hacer brillar las armas de España aunque fuese en el fin del mundo. Porque en el fin del mundo era donde se encontraban.

Habían pasado casi quince años desde ese fatídico 14 de septiembre de 1629, cuando la ciudad de Bolduque cayó a manos de las tropas de Federico de Orange. No era primera vez que se perdía una ciudad flamenca, pero era la primera vez que le tocaba vivirlo. Era además parte de un proceso que, de momentos, se sentía como inevitable: Flandes se inclinaba irremediablemente hacia la revolución.

Contaba entonces con veinte años recién cumplidos, y viéndose superado por los acontecimientos, intentó rehacer su vida de la forma en cómo muchos solían hacerlo en aquellos años: ofreciéndose a participar en las campañas de Indias, donde frecuentemente se requerían soldados experimentados para hacer frente a los más extraños peligros del nuevo mundo. Así fue como llegó a recibir noticias sobre una promisoria posibilidad de emplearse en lo que comenzaba a conocerse como el Tercio de Arauco.

Era poco lo que sabía de las Indias, y mucho menos lo que sabía sobre aquel territorio que llamaban Arauco, informándose en gran medida por relatos de segunda mano, así como por poetas ambulantes que narraban diversos parajes de La Araucana de don Alonso de Ercilla. No había más, pero era suficiente.

Los siguientes meses fueron de eternos traslados entre mares, montañas y desiertos. Santo Domingo, Panamá y Lima fueron hogares temporales, donde conoció el estilo de vida de los viejos conquistadores y su descendencia, así como también el extraño mundo indígena, que se le aparecía como salido de los viajes de Marco Polo. Finalmente desde el Callao tomaría un último galeón que lo llevaría hasta lo que aparecía como la última frontera: la ciudad de Concepción, a orillas del río Biobío en la capitanía de Chile.

En dicha ciudad, no demoró en percibir como, entre la diversidad propia de un pueblo de frontera, hacían notar su presencia los hombres del Tercio de Arauco. Veteranos de Flandes algunos, hijos y nietos de conquistadores otros, todos se distinguían por una mejor presencia y largas espadas, gracias a los recursos del Real Situado. Grande sería su decepción, sin embargo, cuando luego de presentar sus pergaminos al gobernador de la plaza, se enteró de que su llegada había sido demasiado tarde, y que no se esperaba la apertura de nuevas plazas en la frontera del Biobío por algún tiempo. Al ver su congoja, sin embargo, le planteó una segunda opción: ser destinado a un desconocido cuerpo denominado el Tercio de Arriba, en el Fuerte Carelmapu de la remota frontera de Chiloé. Nunca había escuchado de esa provincia, pero luego de cruzar medio mundo, no tenía muchas alternativas.

Durante los siguientes doce años el joven Bahamonde envejeció y escaló gradualmente en un Tercio que a duras penas hubiese sido reconocido como tal por sus pares del viejo mundo. Las elegantes vestimentas de Flandes aquí habían mutado en rústicos ponchos, que cada tanto intercambiaban con los nativos de los alrededores; y como las comunicaciones con otros territorios del Imperio eran limitadas, se producía una vida de enclave en extremo mestiza. Este proceso caló hondo en el propio Álvaro, que con el pasar de los años aprendió a hablar el veliche, la lengua del país, e incluso llegó a formar familia con una reconocida vecina de Carelmapu, que aunque española, reflejaba el evidente influjo de las Indias en su linaje

Los años pasaron y fueron convirtiendo al joven de Bolduque en un experimentado soldado de Indias. Así recorrió las provincias rebeldes de los indios cuncos, e incluso acompañó a algunos misioneros jesuitas en sus recorridos anuales por las islas de la provincia, llegando a conocer como la palma de su mano ese pequeño universo de más de cien islas repartidas en las altas latitudes que preceden el camino a la Terra Australis. A veces incluso se sorprendía a sí mismo pensando en una lengua que ya no era la suya. ¿Seguía acaso siendo un soldado español?  ¿Qué significaban España y el Rey en estas latitudes olvidadas por Dios?

Era mayo de 1643 y la lluvia golpeaba sin cesar sobre las construcciones de madera de la villa de Carelmapu. Un encanecido Álvaro atizaba los carbones del fogón de su hogar, cuando una guauda, el peor pájaro agorero de esas tierras, comenzó a emitir un sonido infernal desde lo alto de la endeble casa del soldado.

Álvaro salió rápidamente a espantar a ese desagradable animal, pero los años no habían pasado en vano sobre su alma, y aun negándose a creer, dentro de sí crecía la misma inquietud que impactaba en su esposa, que yacía aterrorizada al interior de su hogar desde el momento mismo en que el ave emitió su peculiar llamado de muerte. Los indios le llamaban el duam, y aunque los soldados de un Tercio español no creían en “cosas de indios”, la convivencia inevitablemente tendía a difuminar esa clase de barreras.

Pocos días después, un fuerte estruendo de cañones lo despertó a media noche. Sin entender lo que pasaba se vistió con rapidez y subió a su caballo en rauda cabalgata en dirección al Fuerte, donde unos pocos soldados ya se habían reunido. Ahí se enteró que una flota de cinco buques de guerra había anclado cerca del pueblo, e incluso bombardeado un puesto de vigía. La bandera de guerra no dejaba espacio a duda: eran holandeses.

Durante la madrugada un bote de ronda acercó a un mensajero del enemigo, que se presentó portando un comunicado del anciano, pero aún temible, comandante Hendrik Brouwer. En un claro castellano, propio de quien ha vivido bajo las leyes de España, el holandés expresó los deseos de su comandante de esperar la rendición pacífica de la plaza, así como la entrega de víveres y de 200 indios tributarios. De no hacerlo, arrasarían la villa hasta sus cimientos sin respetar mujeres o niños.

Álvaro y los demás hombres quedaron en silencio. El enemigo contaba con cinco buques de guerra, que en total representaban más de mil hombres armados hasta los dientes. Ellos, en cambio, no pasaban de sesenta y su armamento se encontraba a muy a mal traer por la humedad y el aislamiento. Aún tenían, sin embargo, alma de tercio. Aunque en el viejo mundo nadie supiera siquiera de su existencia, en el nuevo mundo eran ellos quienes estaban a cargo de la última frontera imperial, en el non plus ultra del mundo austral.

Al amanecer los vecinos ya se habían refugiado en los bosques cercanos, mientras una treintena de hombres del fuerte lucían largas picas fabricadas con el árbol del coligüe. Otros veinte lucían gastados arcabuces, mientras el veterano Bahamonde, junto al gobernador Muñoz, conformaban una pequeña caballería. Frente a ellos, una roída bandera con las aspas de Borgoña coronaba ese humilde bastión español en el confín de la cristiandad.

El enfrentamiento no tardó en llegar a las pocas horas. Las tropas de Brouwer desembarcaron a corta distancia del pueblo, presentando en tierra a más de doscientos hombres que no tardaron en iniciar su avance en dirección a la villa. Este avance era, además, facilitado por los poderosos cañones de las naves holandesas, que desde el mar, golpeaban una y otra vez al pueblo con sus balas de metal.

Los hombres del Tercio, por su parte, luchaban heroicamente en la medida de sus posibilidades. Las picas produjeron grandes problemas a la caballería holandesa, y más de un holandés resultó atrasado por el filo del coligüe. La inferioridad numérica, sin embargo, inevitablemente haría lo suyo. Álvaro sabía que, en esas circunstancias, no cabría un nuevo milagro de Empel. La honra, no obstante, aún estaba en sus manos.

En medio de la refriega, el veterano soldado tomó un arcabuz, y envalentonando a sus compañeros, dirigió una última arremetida contra los hombres de Brouwer, siendo abatido luego de pocos minutos por una bala enemiga. El veterano sobreviviente de Bolduque cayó violentamente de su caballo, viendo el mundo apagarse bajo el gris cielo austral de Carelmapu.

Ese 16 de mayo de 1643 Carelmapu fue arrasado hasta sus cimientos por el enemigo holandés. Sin embargo, al no encontrar las grandes riquezas que se imaginaban, el territorio fue abandonado a los pocos meses. Con los años, Carelmapu volvió a lucir los colores de su humilde Tercio, que luego se trasladó al fuerte insular de Chacao, y finalmente al de San Carlos de Chiloé, donde defendió los colores de España hasta 1826, siendo el último ejército sudamericano en hacerlo.

Imágen: Ruinas del Fuerte San Miguel de Agüi, Ernest Courtois de Bonnencontre (1911).

«Todas las picas suman, únete al cuadro»
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