El estruendo de la andana llega como un rumor, pero para entonces tus ojos, atentos a la lejana fila de arcabuceros enemigos hace un instante, ya solo ven el cielo plomizo de Flandes. Ha sido un fuerte golpe a la altura del hombro, imprevisto y arrollador, el que te ha derribado.

Haces un esfuerzo. Tensas los músculos de tu cuello y vuelves la cabeza hacia el lugar de tu cuerpo de donde proviene ese dolor seco. Lo buscas con la mirada y ahí está; un boquete se abre en tu hombro como una boca carnosa y humeante. Mientras lo miras fijamente, el orificio se anega con el color de la sangre y comienza a desbordar después. ¡Nos han herido!

En ese momento, varias figuras te cubren. Sus rostros gesticulan, gritan, pero tú ya no oyes nada más que un pitido lejano, irreal. Notas como te elevas. Como tu cuerpo vibra al compás de sus pasos. La cabeza te cuelga bamboleante mientras tus camaradas -sabes que son ellos, aunque en la confusión apenas puedas verlos- te retiran de primera línea de combate.

Te han dejado sobre la hierba fría. El barbero de la compañía viene ligero en cuanto ve la comitiva siniestra y, sin siquiera preguntar, ha cortado coleto y camisa a la altura de tu herida. El hombre retira la sangre con un paño, la rocía con el vinagre de su bota y después embute en el orificio un rollo de gasa bien apretada. Apoya ambas manos sobre el improvisado tampón y presiona, presiona con todo su cuerpo durante dos largos minutos. Después, cortada la hemorragia, venda la herida y te deja, de nuevo sin mediar palabra; han llegado dos heridos más, y a ellos se dirige.

¿Cuánto tiempo has estado allí, sobre la hierba? No lo sabes, el mundo que te rodea ha dejado de ser real y ya solo es una sucesión de imágenes de hombres que pasan a tu lado, que vociferan, que marchan acelerados. El sonido de las descargas cercanas comienza a atenuarse cuando notas que te cargan de nuevo y te alejan de allí.

Dos enfermeros auxiliares te portan en parihuelas hasta la estructura de lona que forma el hospital de campaña, ese que transporta el tercio en el tren de víveres. Te dejan sobre una camilla y en ella permaneces solo e inmóvil; la herida arde cada vez más, y el dolor empieza a ser insoportable. “Alguien vendrá en algún momento”, piensas en un instante de lucidez. El tiempo se detiene, como si aquel ir y venir, y las órdenes o los quejidos que te rodean no fueran contigo.

Al fin un hombre se te acerca. Ves sus ropajes manchados de sangre, sus manos teñidas de lo mismo. “Bueno, chaval, vamos a sacar esa pelota hereje”, dice con la cadencia de una rutina. Sin que puedas entenderlo bien, el muchacho que le acompaña te abre la boca con los dedos de una mano y te vierte dentro de ella un líquido que sientes amargo. El sopor se apodera de ti y ya no sientes dolor, ni siquiera tu propio cuerpo. Nada.

En tu duermevela el cirujano hurga en la herida con los dedos hasta tocar el plomo. “Aquí está, y también su trozo de tela”, susurra. Luego taja con cuchillo y tijeras hasta que una bola ensangrentada emerge y sutura después con la aguja. Tú no puedes oírlo, pero antes de dejarte ordena a su auxiliar que te despierte con un preparado de hinojo.

Malduermes esa noche en el hospital de campaña, y al amanecer del siguiente día recibes dos buenas noticias: tus camaradas ganaron ayer la batalla y tu capitán ha dado su licencia para que te lleven al hospital de Malinas. Allí, entre sólidos muros de piedra y con buena comida, podrás restablecerte.

Pero antes sabes que te espera una dura prueba, que no todos superan: serás trasladado en carreta, apretujado entre soldados convalecientes. Más tarde, cuando lleguéis al canal, será una barcaza fluvial la que abarrotareis, heridos y maltrechos, hasta llegar a Malinas. El viaje se hace casi a la intemperie, mal soportando el viento frío y lluvioso de Flandes en tierra y sumándole la terrible humedad del río cuando embarcáis. Pese a la dureza del viaje, soportas el dolor y la inclemencia pensando que todo sufrimiento tiene su final…

¡Malinas! Alzas la vista y allí lo tienes, el Hospital Real de los Países Bajos, el primero y el mejor de los hospitales del ejército que hay en Flandes. Cinco grandes edificios que cobijan 330 camas, fundado en 1567 por la mano protectora de doña Margarita de Parma, refundado y potenciado por su hijo, el gran Alejandro Farnesio. Has escuchado hablar de la institución y sabes que un pequeño ejército sanador lo regenta: Un médico jefe, 3 médico ayudantes, un cirujano mayor y 7 ayudantes cirujanos, además de un nutrido grupo de barberos, de personal auxiliar y de boticarios.

En ese momento das por bueno el real que te descuentan de tu soldada, ese que llaman Real de Limosna y que pagáis en proporción a vuestra nómina para el sostenimiento de los hospitales militares. Un real para los soldados. Tres para el sargento. Cinco para el alférez. Diez para el capitán. Así se garantiza la gratuidad de los servicios médicos, con este seguro mutuo al que todos contribuís. El Imperio exige mucho de sus hombres, pero también sabe atenderlos en la herida o la enfermedad.

Apenas traspasas la entrada, el portero pide a quienes os condujeron la autorización firmada por el capitán o el maestre del tercio para cada uno de los trasladados. Sin ella, ninguno de vosotros podrá entrar en la institución.

Como llevas tu documento en regla, te conducen a una sala donde el médico de guardia reconoce tu herida. “Has tenido suerte”, te dice. “te han disparado a mucha distancia. La bala ha provocado un derrame interno, pero no ha astillado ningún hueso ni devastado músculos y tendones”. Después, mientras autoriza tu ingreso, sentencia distraídamente: “Salvarás el brazo”. Un escribano registra en un pliego tu nombre junto con la fecha de tu llegada y te extiende un recibo por los vestidos, armas y efectos que llevas contigo, que todo ha de quedar en custodia del guardarropa.

El enfermero mayor aparece en la estancia y te pide que le sigas. Caminas con dificultad, apoyado en un auxiliar, atravesando pasillos que a ti te parecen no tener final. Al fin llegas a una gran sala, con hileras de camas a ambos lados, todas con jergón de tela gruesa y sábanas limpias. La estancia la completan unas pocas mesas y sillas y algunos adornos con elementos religiosos aquí y allá. Bacinillas y orinales alfombran el suelo, y candiles de aceite cuelgan de las paredes para iluminar la noche. Presidiendo el centro de la estancia, un gran brasero fulgura, expidiendo un suave calor que te recibe y te reconforta.

Te asignan una cama compartida con otro herido, al que saludas con camaradería. Apenas has comenzado a familiarizarte, cuando llega el capellán. La Fe sana tanto como la ciencia, y no hay cuidado del cuerpo si se descuida el alma. El clérigo te recibe en confesión y después te absuelve. Secretamente agradeces que no te haya dado la extremaunción, como le ves hacer con los más graves que han llegado contigo. Saldrás de esta, piensas para ti. Tan solo es cuestión de paciencia.

Pero estás muy débil y no puedes mover el brazo. Rezas por que la pólvora de la bala no te haya envenenado tu sangre, pues sabes que entonces nada podrás hacer. Tan solo te cabe encomendarte a Dios y esperar. Esperar. Acostumbrado a la impredecible vida militar, la rutina hospitalaria te abruma y aprisiona. Las horas de la vida diaria se suceden, marcadas por los personajes que habitan el hospital y que ves pasar ante ti como una sucesión de apariciones: de buena mañana, los enfermeros te limpian y atienden, bajo la supervisión constante del enfermero mayor. Más tarde, solemne, llega el médico con sus ropajes de universitario: ropilla larga, capa, gorra y guantes de buen paño, sobre los que brillaba una sortija que acreditaba su condición. Una barba larga y cuidada y un hablar elevado completaban su puesta en escena.

El médico te examina la herida, acompañado de un cirujano. Ves como este último se dirige siempre al galeno con respeto y subordinación, pues este tiene algo de lo que el cirujano carece: una formación universitaria. El cirujano, como un artesano más, aprendió el oficio enseñado por sus colegas.

Junto a ambos, pero un paso por detrás, van el enfermero mayor y el escribano. Este último transcribe con su pluma una relación detallada de los tratamientos prescritos para cada soldado, que se entrega a los enfermeros, y extiende las papeletas que se remiten a la cocina, donde se elaborará la dieta de cada enfermo, y a la botica, donde el boticario y sus auxiliares compondrán las medicinas que el médico dicte para cada cual.

Estas, las medicinas, te las tienes que costear de tu soldada, pero nada importa. Te va en juego la vida, y no te detiene el gasto.

Cuando el médico se aleja, un barbero te aplica un ungüento en la herida y te la venda de nuevo. Si la sangre se te envenena, te hará sangrías con sus lancetas, pero tú suplicas al Creador que esto no te suceda. Y a él te encomiendas en tus silencios, y cuando oras con devoción junto a ese capellán que pasa cada mañana y cada noche, poco antes del toque de silencio. En agradecimiento a sus palabras de consuelo y afecto, que su largo hábito clerical hace tan creíbles como su vinieran del mismo Dios, dispones que de tu soldada se descuente una cuantiosa limosna.

Pero, sin duda, las mayores alegrías de cada jornada las encuentras en las horas de las comidas. Esta es abundante y buena, mucho mejor que en campaña. Y es que el rey no escatima con sus soldados convalecientes: jugosa carne de oveja o de cordero, de pichón o de ternera, azúcar, pasas dulzonas, almendras, queso con miel, mantequilla dorada, huevos, pollos, gallinas y capones asados y hasta pescado y ensalada. “Quien bien come, pronto sana”, parece decir cada plato de alimento.

Por las tardes, se repite el paso del médico acompañado su séquito, visitando a aquellos postrados que no fueron atendidos por la mañana y así, día tras día, las semanas terminan con el domingo y su misa, a cuya conclusión el capellán dedica un tiempo a la charla de formación religiosa.

Y después de cinco misas dominicales, te ves fuerte y recuperado. El médico firma tu alta, el escribano la anota en el libro de registro y el guardarropa te entrega de vuelta armas y ropajes. Apenas puedes creerlo cuando tu cuerpo se despoja del sayo de hospital y sientes de nuevo el tacto de la camisa y el coleto, el peso de la capa terciada y, en los tiros de tu talabarte, el peso de tu espada.

Otra vez te embarcas, deshaciendo la travesía que antes cumpliste sin saber si caminabas hacia la vida o hacia la muerte. Un carretero flamenco te acerca de vuelta a tercio, y, apenas has llegado, tus camaradas te rodean jubilosos, y te abrazan como al hermano regresado. Tú sonríes, y muestras como un trofeo un brazo que mueves ya con apenas dolor.

En la cantina, las rondas corren de tu cuenta, y más tarde buscas al barbero que sobre la hierba quemada de pólvora taponó una herida por la que se te escapaba la vida para darle una crecida propina.

El lunes siguiente, durante la misa que a cada inicio de semana se dice por los difuntos del tercio, das gracias a Dios, y te santiguas con devoción mientras muerdes tu labio inferior, tratando de disimular así la emoción al ver a tus camaradas orando.

Piensas que, por esta vez, no rezan por ti.

************

La Monarquía Hispánica fue pionera en crear una red sanitaria para sus soldados, constituyendo una auténtica sanidad militar moderna. Sirva este relato a su reconocimiento.

No hemos querido, sin embargo, recordarla de la mano de un soldado que quedara estropeado. El protagonista de esta historia es un soldado que se recupera felizmente de sus heridas, y en realidad, esto era una excepción. El daño que causaban las balas de arcabuces y mosquetes, de un calibre gigantesco, era terrible, y solían ser garantía de muerte o mutilación.

Geoffrey Parker cita como ejemplo el resultado registrado tras un combate en 1574. La lucha dejó cuarenta y un veteranos graves. Uno de ellos había perdido las dos piernas, y tres los dos brazos, cinco el uso de una pierna, a trece les faltaba un brazo o una mano y otros once estaban heridos graves por causas de bala; los habían disparado en los ojos, la boca o en algún miembro. Esta enumeración -autentica “factura del carnicero”- refleja el aterrador resultado de los combates pero también el buen oficio de los médicos militares, que pese a la gravedad de sus heridas, habían salvado sus vidas.

Fuente: “España, mi natura. Vida, honor y gloria en los tercios”, de Juan Víctor Carboneras. Editorial Edaf, 2020.

«Todas las picas suman, únete al cuadro»
Si te ha gustado este contenido, ¡compártelo!
Síguenos en nuestras redes
Facebook 31 Enero Tercios
Archivo Artículos
Filtrar por categorías