Empel, 7 de diciembre de 1585
Diario de Alfonso Montoya
La humedad se aferra, se adentra en nuestra piel, podemos sentirlo como si fueran filamentos de cristal, como agujas que perforan nuestra carne hasta besar con su frío aliento nuestra alma y pensamientos. Cada bocanada de aire puede sentirse como un abrazo gélido y doloroso en el pecho, un bello recordatorio de esta tierra hostil. La tempestad nos recordaba mediante su ferocidad nuestra consideración de personas non gratas, como si se tratara de una penitencia de un pecado inconfeso.
Empel, aquí nos hallamos, en pleno invierno, la lúgubre Flandes. Bien sabíamos que nos estábamos adentrando en la boca del lobo, pero el honor y la gloria no conocen de fronteras. Cuando la fe es tu identidad no existe ningún muro impenetrable. Pero debo reconocer que es difícil e incluso paradójico mantener nuestras creencias ante una situación tan desalentadora. Dispongo de unos pocos instrumentos para transmitir a alguien nuestra desventura.
¿Por dónde empiezo?
Estamos rodeados, tras una serie de avatares e infortunios hemos acabado a merced del enemigo. Nos encontramos en una isla o mejor dicho un dique, rodeados por la escuadra holandesa. Dos ríos serpentean nuestra posición, el Mosa y el Waal, reafirmando nuestra condena con sus poderosas e imponentes aguas.
¿Queréis saber cómo hemos llegado a tal término?
Estábamos en guerra, ¡pardiez! ¿Qué esperábamos? Llevábamos 17 años entre las picas, el humo y el fuego. El calvinismo reptó sibilina en la mente de aquellos traidores de la fe que osaron levantarse contra el orden y la ley verdadera. En la vanguardia estábamos nosotros, la carga que acallaría la insolencia protestante, la panacea ideológica. Enviaron a los Tercios Españoles, para reprimir la sublevación. Cinco mil hombres leales al emperador partieron en busca de justicia divina a la boca del infierno y nuestros cerberos eran nada más ni nada menos que diez navíos herejes.
La derrota era inminente. Filips Hohenlohe-Neuenstein (Holak, para sus mercedes) sabía que con un poco de paciencia la victoria se serviría en bandeja. Aprovechó en medio confusión el momento preciso para proponer a Bobadilla la rendición. Pero supimos herir con una pica de honor las aspiraciones ególatras de nuestros contrincantes. Holak, nos había sugerido una retirada “honorable”, pero Bobadilla respondió lapidariamente.
“Los infantes españoles prefieren la muerte a la deshonra. Ya hablaremos de capitulación después de muertos”.
Holak, ofendido, dio la orden de abrir los diques, decretando nuestro total exterminio. No pudimos recoger todos los víveres y enseres que habíamos portado desde España y nos habían proporcionado sustento en los caminos, no teníamos nada. Ahora este cerro es nuestro purgatorio, la orilla no hace más que menguar y unas nubes negras surcan el horizonte. Sentimos en nuestra nuca el murmullo acompasado de la muerte.
Empel, 8 de diciembre, noche cerrada
Van pasando las horas, empiezo a caminar. Quiero cavar un hoyo, una trinchera. Si algo sucediera no querría dejar mi cuerpo a merced de esas manos infieles. Me dispongo a cavar con la espada ropera, estoy dando las primeras azadonadas. Es duro remover la tierra donde yaceré, posiblemente, para la eternidad. Pero algo sólido, y consistente choca con mi arma, ¡Qué extraño! Insisto un poco hasta que vislumbro algo, una tabla que parece… ¿Pintada? Suelto el arma y remuevo con los dedos, la tierra es húmeda pero casi no puedo sentirlo. Por la textura parece madera, despejo con el antebrazo la tabilla. Me inclino, observo detenidamente y las palabras que tanto decía el párroco de mi iglesia cobran vida “los caminos del señor son inexpugnables”.
“Santa María Madre de Dios”
Ante mí, encuentro un retablo, bellísimo, de vivos colores flamencos cuyos pigmentos iluminan los hermosos rasgos de una mujer reconocible en todos los confines del mundo. Una joven Virgen María me devuelve una mirada de temple y óleo. La tinta parecía reciente ¡más aquello era imposible! El cromado exquisito, una miscelánea de colores perfectos, armoniosos. Los matices que marcaban los contornos dotaban a la obra de vida. Pareciese que se hubiera pintado horas antes, previendo su anónimo autor, nuestra llegada. Algo inunda de alegría mi ánimo, ¿ilusión tal vez?
Recorro con la mirada la obra, conteniendo el aliento me percato de que la protagonista es la mismísima Inmaculada de la Concepción. ¡Debo acudir presto a mi superior y darle cuenta de mi hallazgo! Con una vitalidad desconocida en mi interior recorro la islilla entre exclamaciones y todos se incorporan para acercarse a mí, “un milagro, solo puede tratarse de un milagro”, murmuran. La moral había resurgido entre los tercios, incluso habían improvisado un pequeño altar sobre la bandera de la Cruz de San Andrés. El Padre Fray García intenta alzar la voz entre nuestra congoja.
-Deberíamos llevar este retablo a la iglesia y rezar en comuna una Salve – declaró rozando con sus yemas el retablo con una mirada encandilada. El clérigo ya había acompañado en otras ocasiones a la boca del infierno a los Tercios de Flandes, y esperábamos que aquella no fuera la última vez.
Entretanto el maestre madrileño finalmente optó por una estrategia bastante curiosa que al principio no entendíamos en su totalidad; quemarlo todo hasta las cenizas. Tuvimos que prenderlo todo entre mandatos y órdenes apresuradas. Algunos acompañaban al padre que había encabezado una procesión de fieles con la imagen de la Virgen sostenida entre dos ayudantes de campo. Tras su recorrido se santiguaban las compañías, el capitán, y el alférez de campo.
-Hermanos, os observo con la misma inquietud que encogería mi alma hasta hacerla doblegarse frente a tal calamidad. – El maestre se colocó en las escaleras de la iglesia para una mayor visibilidad. Todos hicimos mutis.- Pero hoy Dios ha girado las tornas. Este tesoro tan rico descubierto debajo de la tierra solo puede tratarse de un divino anuncio del bien y de la voluntad divina.
Un alborozo generalizado rellena ese hueco de desesperanza que había asolado Empel, nuestros oídos y corazones se abrían más que nunca.
-¡Soldados! El hambre y el frío nos llevan a la derrota, pero la Virgen Inmaculada viene para salvarnos. ¿Queréis que se quemen las banderas, que se inutilice la artillería y que abordemos esta noche las galeras enemigas?
-¡Si queremos! -fue la respuesta unánime.
San Pedro está abriendo sus puertas para acoger a tan nobles hermanos.
8 de diciembre de 1585, El Milagro de Empel
Al rato de iniciar nuestros preparativos, un viento silbaba entre los árboles, parecía que entonara una canción, creando sutiles olas en la superficie. Tras sacrificar todas las banderas hemos conseguido entrar en calor pero el hambre no nos da tregua. Empezamos a planificar cómo atacar las naves cuando unos gritos nos inquietan, ¿Nos atacan? Corriendo me dirijo al foco del bullicio.
Estaba presenciando un segundo milagro o ya me había vuelto loco del todo. Parece que la fortuna se ha puesto por primera vez desde que estamos aquí de nuestra parte, el frío desolador había jugado en esta ocasión a nuestro favor. ¡Se habían congelado las aguas!
Veo como con cautela un abanderado se dirige a la orilla y coloca su pie en la superficie, reparte su peso con la pierna y da un paso, luego otro. En su cara se dibuja una sonrisa cuando da un buen pisotón sobre el hielo y este no se inmuta. Nuestra sorpresa iba in crescendo.
“Compacta, sólida, podría con nuestro peso”
Crece entre nosotros un deseo de venganza, estas penurias no iban a quedar en balde, todo el dolor y sufrimientos habían sido la antesala de una jura de cuentas. Tenemos sed de justicia, nos arden las venas y por primera vez nos olvidamos del frío, de la ventisca, del hambre y de nuestra paupérrima huida. El Maestre se acerca a nosotros con un rostro de intenciones transparentes.
-Decidle a Capitán Cristóbal que tenga listos doscientos hombres y tres piezas para atacar al enemigo. Cinco mil infantes como cinco mil diablos abordarán esas naves. Vivirán en sus carnes el alcance que poseen los arcabuces de los Tercios de Flandes. Coged los tambores, que resuene esta tierra maldita hasta resquebrajarse por un sismo español. ¡SANTIAGO!
-¡Y CIERRA!- corean cinco mil españoles como cinco mil diablos que doblegan el aullido de la ventisca con sus pulmones.
Con una coreografía impecable nos deslizamos por el hielo. Rodeamos las naves enemigas y el retumbar de nuestros tambores quiebran el silencio sepulcral. Cuando intentan dar la voz de alarma o huir es demasiado tarde, acallamos sus pretensiones con una muerte rápida, limpia. El filo de la pica deslumbra bajo la luz lunar antes de teñirse de rojo. Sin cuartel. Tras capturar previamente todas las naves procedemos a hacer una hoguera con ellas. Humo y fuego decoran el cielo holandés, no quedarán de ellos ni las cenizas. El hielo acentúa el efecto visual de las flamas que expanden su fogosidad. Es precioso.
Dicen que Holak, aún no había podido digerir esa última copa amarga de vino tinto español, cuando dijo:
“Tal parece que Dios es español al obrar, para mí, tan grande milagro”.

