Batalla de Rocroi, día 19 de mayo del año de nuestro señor Mil y Seiscientos y Cuarenta y Tres. La caballería del duque de Enghien acaba de realizar una carga y se dispone a realizar otra. El tercio gemelo de Nápoles, retiradas las bajas, vuelve a formar en cuadro. Piqueros al fondo, arcabuceros al frente. El maestre de campo Bernardino de Ayala y Guzmán se dispone a arengar a la tropa.
Señores soldados:
Ya en vuestras caras veo la desesperanza y la angustia, ¿no es así? Muchos de vuestras mercedes ya no creéis que Juan de Beck aparezca en el campo de batalla en nuestro auxilio con el aguerrido tercio de Ávila. Si os soy sincero, yo ya tampoco lo creo. Cercados por el enemigo en todas direcciones, y con los tercios italianos en retirada, os voy a relatar las razones de por qué resistimos carga tras carga de los franceses. Las razones verdaderas, y no las argüidas por nuestro capitán general Francisco de Melo. No las razones del deber para con nuestro rey el cuarto Felipe o porque tras la batalla recibiremos los sueldos atrasados que nos deben. No. Las razones hay que encontrarlas en nosotros mismos, en nuestra propia formación. Soldados, mirad las banderas que portáis, mirad los tambores que nos llaman a la batalla. Sentid el hombro del camarada en vuestro hombro, el morrión en vuestra cabeza, la pica y la espada en vuestra firme mano. Sois un tercio de infantería española.
Recordad al Gran Capitán, que con gente como vosotros, encuadrados en coronelías, maravillaron al mundo al vencer una y otra vez al osado francés en las famosas jornadas de Seminara, Ceriñola y Garellano. Nuestro rey Fernando el Católico se señoreó por tierras de Nápoles gracias a vuestro esfuerzo y pundonor. Con su nieto Carlos adquiristeis la gloriosa configuración de tercio y recibimos nuestra insignia que hoy tremola al viento: la cruz de Borgoña que humillaría a suizos en Bicoca y a la nobleza francesa en Pavía. Dos soldados como vosotros fueron capaces de poner en presidio al rey francés Francisco y llevarlo a Madrid encadenado. Soldados como vosotros hicieron temblar los cimientos de Roma, que el mismísimo Papa temió por su vida; y soldados como vosotros lo conminasteis a que coronara al glorioso César, Carlos V emperador.
Vuestras orgullosas formaciones salvaron Viena para la Cristiandad cuando el Turco llamó a sus puertas, quemaron las barbas del infiel en las jornadas de Túnez y la Goleta, emulando con vigor esforzado las glorias de Escipión el Africano. Cuando la herejía prendió en Alemania, fuisteis vuestras mercedes quienes, bajo el mando del mismo emperador, aplacaron a los soberbios seguidores de Lutero en Mühlberg. Después recordad las victorias con el Segundo Felipe: San Quintín y las Gravelinas, con las que conseguimos sacar de una vez a Francia de tierras italianas y darle la ocasión al rey de que construyera el imponente Escorial, desde donde se gobierna el Mundo.
Innumerables victorias, hechos de armas inmortales, os pueden acreditar de lo que sois capaces. Al mando del Gran Duque de Alba asombramos al mundo al recorrer el camino de Milán a Bruselas rodeado de enemigos y peligros, para defender a la Cristiandad y ser la luz de Trento frente a los correligionarios de Calvino en estas tierras de Flandes. Recordad a Alejandro Farnesio, el rayo de la guerra, que golpeó sin descanso las posiciones y plazas holandesas. La tierra no conoce palmo donde no yazca un cuerpo de un soldado que dio su vida por el tercio. Pero tampoco el mar desconoce la bravura de la pica y el arcabuz; de la espada y el mosquete: Juan de Austria y el marqués de Santa Cruz grabaron los excelsos triunfos de Lepanto y la Isla Tercera en nuestros historiales de guerra, demostrando que nos es igual saltar a degüello desde revellín o campo abierto que desde galera o tablón. Solo los elementos salvaron a Inglaterra de que en la felicísima jornada nos presentáramos en formación ante la Torre de Londres.
¿No es verdad, soldados? Sin tormentas ni mar de por medio, el afamado capitán general Spínola os dirigió hacia la misma casa del duque palatino del Rin y ocupamos su territorio. Breda la inexpugnable cayó rendida a vuestros pies. Génova fue socorrida con nuestro esfuerzo y orgullo; y hasta los rubios suecos, leones del norte, pagaron numerosas vidas en la lección que les dimos en Nordlingen.
¿Y para qué os cuento estas glorias pasadas, me diréis? Nuestros hermanos, padres e incluso abuelos que participaron en ellas murieron pobres y olvidados de reyes y capitanes por los que se desangraron. Pero estas glorias están entre nosotros, en el parche de ese tambor, en el astil de esa pica, en el paño de esa bandera. Veo vuestros ojos en sacrosanta llama y vuestros henchidos pechos como si os conociera de siempre, como si en realidad hubiéramos estado en todas estas proezas que narro. Pero solo os conozco de esta campaña, mas os diré que lo que habéis demostrado en esta jornada está únicamente al alcance de unos pocos elegidos, de los que por su sangre corre la furia española, la misma furia que puede hacer que nos apuñalemos entre hermanos o, si es bien dirigida, que alcancemos las más altas cotas bajo el cielo. Los muros de la patria, en un tiempo fuertes, hoy están siendo desmoronados por continuas guerras contra enemigos exteriores; y por sublevaciones y rebeliones de enemigos interiores. Tal vez esta batalla esté perdida, tal vez la patria desaparezca acechada por tantas hienas y buitres, pero en este tercio compuesto por leones, construiremos un muro de picas cual fortaleza armada y resistiremos una y otra vez al envite francés. ¿Todo está perdido? Tal vez lo esté, pero con este sacrificio que hoy hacemos escribiremos con sangre otra gloriosa página en el historial de los tercios, que será recordado en tiempos venideros cuando todos seamos polvo y en polvo convertidos.
¿Veis que los jinetes de Enghien vienen otra vez a la carga? La sonora trompa nos llama a lid. ¡Formad y enseñadles que los muros de la patria aún están fuertes! ¡Enseñadles que no importa el número de los que vengan, cuando los leones en débil rebaño se ensangrientan! ¡Enseñadles que no se han enfrentado nunca a nada como nuestro glorioso tercio, un tercio bañado en sangre, el tercio sangriento!
Una vez finalizada la batalla, tras realizar seis cargas consecutivas de caballería con cuantiosas pérdidas, el duque de Enghien, asombrado por la resistencia española y habiendo muerto el maestre de campo Bernardino de Ayala y Guzmán valerosamente en el combate, llega al acuerdo de que el Tercio Sangriento reciba honores como si de una guarnición de fortaleza se tratara. Los desvencijados, diezmados, pero orgullosos soldados, llevando en camilla el cadáver de su maestre de campo, salen del campo de batalla en formación, a ritmo de tambor, conservando sus armas y con las banderas de la cruz de Borgoña desplegadas, desfilando altivos por entre las victoriosas y asombradas filas francesas.
Hoy en día, el heredero del tercio gemelo de Nápoles que comandara Bernardino de Ayala y Guzmán en Rocroi es el Regimiento de Infantería Soria nº9, apodado El Sangriento.
