Si algo bueno se puede decir de los protestantes, tan altivos como rebeldes, es que han hecho de Amberes un fortín inexpugnable. Hemos probado todo lo imaginable pero cada palmo de tierra de esta ciudad, cada vez más devastada, cuesta muchas vidas de hombres honrados y cabales. Las nubes provocadas por el humo de los constantes fuegos impiden ver el sol y condenan a la ciudad a una penumbra eterna. Cualquiera diría que en Flandes se ha puesto el sol para siempre.
Parece que hoy será el día en el que las circunstancias cambien. El capitán general Alejandro Farnesio nos convocó ayer para una de sus habituales arengas. En esta ocasión, nos detalló su plan, muy convencido de que este intento sería el definitivo. No tan convencidos estaban los italianos, comandados por Mondragón, que deben salvaguardarnos en los contradiques mientras cruzamos el puente, menos convencidos están los bisoños valones que nos acompañan.
–Señor, si le soy sincero, no me termina de convencer esta idea, no quiero morir –dice un coselete valón.
–Don Farnesio y Mondragón son hombres buenos en el arte de la milicia, confíe en ellos y en tenga fe en Dios. Han orquestado este magnífico plan con mucho ingenio. Si sale mal, cosa que dudo, recuerde que aquí se prefiere la muerte a la capitulación. –le aseguro.
–Maestre de campo, ¿se sabe cuándo cobraremos nuestras pagas? –me pregunta otro soldado.
–No lo sé, tras aquel saqueo… es probable que se demoren en el pago. –respondo.
–Pero, mi maestre, no entiendo por que se nos recrimina tanto lo del saqueo ¡Si no pagan, uno debe buscarse el pan como puede! –contesta, con cierto atrevimiento.
–No le recrimino la necesidad de satisfacer el hambre, pues aquí la necesidad no es infamia; pero si no se hubiese saqueado Amberes, no tendría que estar aquí, en este puente de madera, cruzando el río Escalda, reconquistando esta ciudad. Haga el favor, cumpla las órdenes y facilitenos al resto de tropas la llegada a las puertas de la ciudad. –tras esta contestación, el soldado ya no muestra una actitud tan vacilante.
Después de esta breve discusión con los soldados, nos dan la orden de ataque, empieza el asedio. Los coseletes y arcabuceros cruzamos el puente con celeridad, debemos llegar al otro lado del río antes de que la pérfida flota neerlandesa nos ataque.
Los buques neerlandeses comandados por Justino de Nassau, más numerosos que en nuestros ataques anteriores, intentan remontar el río para derribar el puente. La feroz batalla librada por las tropas italianas del coronel Mondragón retrasa su llegada. Los protestantes intentan desesperadamente romper los contradiques, sin buenos resultados. Los italianos consiguen impedir su llegada mientras asaltan y destruyen la flota neerlandesa, un hecho crucial para nuestra futurible victoria.
Todo marcha según lo planeado por Farnesio. Conseguimos llegar a la otra orilla con suma facilidad. Nada más llegar, decidimos prepararnos para cargar contra las puertas del muro que protege la ciudad y entrar para tomar el ayuntamiento; pero alguien abre las puertas desde el interior, lo cual nos desconcierta a todos los presentes. Parece que los gobernadores de Amberes, viendo que la derrota es inminente, envian a un emisario para acordar la rendición.
–¡Tengan piedad, por favor! ¡Suplico clemencia para los gobernadores y los amberinos! –Pide el emisario, con un miedo notable en su voz.
–¡No se preocupe, señor emisario! Acordaremos una justa capitulación, si los señores rebeldes están dispuestos a rendirse… De lo contrario, se tendrán que ver de nuevo con esa «furia española» que tanto temen. –dice Farnesio, al frente de nuestro grupo de coseletes.
–¡No, por Dios, no hace falta más furia por estos lares! Pase, pase. Negociemos mientras le ofrecemos un trago de nuestra más selecta cerveza. –contesta el emisario.
Tras esta invitación por parte del emisario, Farnesio, Mondragón y un selecto grupo de hombres de confianza entran para negociar una rendición. Se acuerda que los rebeldes neerlandeses de la ciudad oficialmente se rinden y abandonan la ciudad definitivamente. Finalizadas la negociaciones, Farnesio toma las llaves de la ciudad y dice:
–Señores soldados, nuestra es Amberes. Me aseguraré de que las dichosas pagas atrasadas sean cobradas y de que se celebre un más que merecido banquete en su honor a orillas del río Escalda, que tanto costó cruzar.
La felicidad es generalizada entre nuestras tropas y para sorpresa de los presentes, aparte de nuestra conquista, llegan noticias de victorias en Gante, Dunquerque, Brujas… entre otras ciudades. Cuesta creer tras este duro asedio todas estas buenas noticias.
Y como si de un milagro se tratase, las nubes de humareda se dispersan y un sol ilumina a una ciudad que ahora parece ajena a la guerra. Los edificios, muchos de ellos destrozados, parecen mostrar su mejor aspecto. Quién diría llegamos a pensar que en Flandes se había puesto el sol para siempre, cuando ahora brilla con más fuerza que nunca sobre esta una tierra que gracias al ímpetu y fuerza de voluntad de nosotros, sufridos soldados, es ahora y siempre de Su Católica Majestad Felipe II.
