Oigo al capitán despertar a los hombres que había escogido durante la cena, uno por uno, sin hacer demasiado ruido. “Solo españoles, solo españoles” le escuchaba repetir constantemente en su buhardilla.
No hizo falta que entrara en mi habitación, ya me había vestido con los ropajes más oscuros que había podido encontrar, vizcaína en bota y ropera en mano salí de mi cuarto bien dormido y cenado. No todos éramos españoles en la defensa de ese bastión marítimo rodeado de infieles, pero qué más da la procedencia si el moro muere lo mismo a manos de un español que de un alemán.
Salimos de la casa alrededor de veinte hombres. ¡Pardiez capitán, cuantioso contingente le presentamos para una encamisada a los miles de infieles fuera de muros! El capitán de Munguía le mandó callar con una sola mirada. Marchamos a la plaza como alma que lleva el diablo, porque a buena fe que esa noche o se nos llevaba el diablo, o nos lo llevamos nosotros.
Poco más de doscientos hombres nos esperaban ahí. ¿Capitán, señor? “Dime Dallanda, pero se rápido hay cosas que hacer” Capitán, estoy cansado de cavar, arreglar muros y esconderme tras de estos, vinimos aquí para salvar a la cristiandad, y no veo como vamos a hacer eso si nos escondemos tras los muros señor.
Ni una triste mirada me dirigió. Marchamos hacia la puerta oeste, la más pegada al mar. Creo que en la semana que llevo aquí, es la primera vez que disfruto la brisa marina, interrumpida constantemente por los cañonazos otomanos. Procedemos a hacer los mismo que hemos estado haciendo durante los últimos cinco días, reparar el muro, piedra sobre piedra, empalizadas de arena, etc…
Pero de golpe, PUM. Algo malo está pasando, lo presiento. Ni en los barcos mis tripas hacían un ruido semejante. Los italianos están aterrorizados, continúan repitiendo algo en su lengua, pero yo no lo entiendo, a pesar de estar casado con una napolitana, a pesar de haber combatido tantos años en Italia.
Caramba, creo que es la primera vez que veo al capitán hacer alguna mueca que no sea desaprobación o asco fuera de un burdel. Corro, las explosiones continúan en el muro más al norte y, a pesar de estar tan lejos, huelo la peste a arena y roca quemadas.
El capitán si que habla italiano, y empieza a gritar a los pazguatos italianos que guardan los muros. De golpe esa misma mueca que había visto hacía menos de un minuto aparece de nuevo en su cara. ¿Está sonriendo? Eso creo, al menos Aduriz y el morisco opinan igual. ¿¡Capitán, que hacemos!?
Ni un atisbo de duda corre por su cara, ya plagada de cicatrices y por una considerablemente canosa barba. Grita algo más en italiano y de golpe las puertas se abren. “¡Querías sangre, muy bien, pues este es vuestro momento! El que vuelva limpio al fuerte pasará por la fustiga”.
Nosotros no dudamos y salimos por las puertas corriendo. A poco más de cien pies veo una bandera. Las tres lunas. Esa mera vista me infunde el valor y la rabia necesarias para acabar con cualquiera que se me ponga delante.
Por fin, combatir mano a mano, en igualdad de condiciones con el infiel. Demasiado pomposos para mi gusto son estos guerreros del diablo. Chocamos con la rabia de mil cerberos contra sus espadas largas y encorvadas, malformadas por la magia negra e idólatra.
Saboreo su sangre y eso me enloquece aún más. La batalla nos lleva poco más de una hora y estamos victoriosos en todo momento, el caniche musulmán no puede aspirar a vencer al sabueso español.
Pero mientras corto por la mitad las tripas de mi última víctima noto un fuerte dolor en el pecho y me desplomo. Mis compañeros me recogen y me arrastran a través del campo plagado de cadáveres mientras disparan en retirada, esperando que no haya ninguna bala afortunada enemiga.
Llegamos por fin dentro de los muros. El capitán nos congratula, el fraile nos da la última unción y rezamos uno por uno nuestro último padre nuestro. El capitán conmovido por nuestro valor, vuelve a pasar frente a nosotros, repitiendo un cántico que tantas veces había escuchado y jamás había tenido el suficiente coraje a repetir. Ahora, con el pecho henchido de orgullo, lo canto, con mis últimos aires.
Frente a las fauces de la muerte no tendré miedo alguno, pues sé que San Miguel me protegerá y me escoltará. Cuando parta de este mundo no lloraré, pues sé que he muerto con honor, como habría querido mi padre. Dejo este mundo no como un hombre más, sino como un santo de batalla. Me aferro a la vida como buenamente puedo, pero total, da lo mismo si jamás planeé envejecer. Gracias Dios, muero con una sonrisa en ensangrentada boca y un agujero en mi costado, ten misericordia, Amén.
Imagen: Pita da Veiga en Pavía por Augusto Ferrer-Dalmau
